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Encuentros sorprendentes

del libro inédito Como la vida misma de Carmen Cazurro

Gimnasio de «Pito»

La vida iba trazando su curso. Aunque sus padres idos aún pululaban por su casa y la acariciaban cuando se sentía tan huérfana de afectos, tan lejana a la expresividad de hijos y nietos, sin contacto, sin caricias, sin recuerdos… veía con claridad su desubicacion en el ambiente universitario- al que tantos afanes dedicó y empezó a urdir la salida de él con una especie de indignación y furia moral con las que quería contrarrestar su fragilidad. Tenía que retirarse, se dijo como en una especie de revelación en que la costumbre le repetía: ¿qué pinto yo aquí? . Entonces hizo el gesto arremangado del que se prepara para asumir la pesada carga de una faena imprecisa aún. Antes, culminó su larga etapa, desde 1996, como fundadora y editora de revistas; presentó un poemario; culminó un libro de amplios alcances históricos, sociales y literarios en Puerto Rico; produjo y dirigió un documental histórico sobre el 50 aniversario de su Universidad  y celebró con sus estudiantes de Honor la última Noche de Gala como Directora del Programa durante diez fructiferos años, especie de Ultima Cena con sus discípulos.

Luego, un Crucero por el Meditarráneo la sacó de la atonía vital que supuso el papeleo y las gestiones burocráticas del cambio de vida decidido. En familia, y ante panoramas espléndidos, fue dulcificando el fin de una etapa a la que había dedicado mucha energía  y que había acaparado sus sueños e ideales en multiples realizaciones. Aun así, tenía que diseñar su vida, entretener el tiempo, mantenerse saludable para no perder autosuficiencia y sobre todo regalar a sus hijos la visión de una vida a tono con la imagen enérgica y prospectiva de los nuevos tiempos. Su gran faena se presentaba ahora como un esfuerzo físico más que intelectual. Se enfrentaba más que a la soledad a la pesada conciencia de ella.

Para mantenerse en forma, no para mejorar su figura precisamente, se presentó en un gimnasio y exploró un mundo de “artefactos” – en la Edad Media hubieran pasado a la categoría de torturas, eso sí, autoinfligidas, se dijo – para los que no se sentía preparada. Así que, ni corta, ni perezosa, contrató un instructor.

Aquel mundillo de musculaturas exacerbadas, camisetas reveladoras, pechos turgentes y traseros firmes no estaba hecho para ella, como tampoco el mundillo de soluciones arcaicas de las asociaciones cívicas, pero echó valor al asunto de enfrentarse a un nuevo ambiente y experimentar con los posibles quejidos de su cuerpo que si algo conocía bien era el sedentarismo de una silla de un escritorio.

En una rápida conversación, el instructor supo de las limitaciones de su cuerpo, producto de las secuelas del cáncer y ella de lo que iba a ser su entrenamiento gradual en el que iba a intervenir todo su cuerpo. Marion se sintió retada ante la posibilidad de mejorar su postura y su resistencia física. Entonces comenzó con su cuerpo tal cual: celulitis, prótesis, rollitos de grasa…

La personalidad de Pito era lo suficientemente poderosa para conducirla con fuerte amabilidad en todos los ejercicios. Su físico, claro está, no delataba un átomo de grasa y su musculatura era perfecta, no exagerada. Además, su trato era educado y predominaba dentro de su expresión  agradable una mirada masculina valorativa, de forma que el rostro resultaba  juvenilmente atractivo. Su grata compañía  permitía olvidar el sudor generado por el ejercicio y llegar con mayor o menor esfuerzo hasta los límites indicados.

La conversación fue fluyendo de ambas partes, sobre todo cuando Pito supo que Marion se dedicaba a escribir.  José M Nieves le confió su vida, una historia inesperada totalmente para Marion quien se había conformado con saber que era gerente del gimnasio y que había practicado fisiculturimo al estilo de un Arnol Schwarzenegger. Pero, no, estaba ante un exconvicto que pasó siete años en diferentes cárceles de Estados Unidos porque se vio envuelto en un negocio de drogas donde hubo engaño y traición de supuestos amigos emprendedores; un terrible incidente en el que, en contra de su voluntad, se había visto envuelto – esto se lo relataba entre mínimas pausas que necesitaba para respirar. Le habían contratado para vigilar la entrada a un negocio como ¨bouncer¨. Cuando le colocaron  en la cintura un arma para tales funciones, él se la sacó y la devolvió, pero las cámaras de seguridad registraron un simple intercambio.

Ella, mientras lo escuchaba, tendía a creerlo. Lo acontecido por él posiblemente terminaba flotando en esa atmósfera de lo inventado, como es propio de la materia narrativa donde ambas cosas suenan igual. Y le prestó atención sin perder sincronicidad con sus ejercicios.

El recluso número 35464-069 era un ser apasionado, leal y libre, características que conocían muy bien los que compartían sus facetas de pastor, cocinero o instructor de ejercicios. Cuando Pito rememoraba aquellas calamidades de su deplorable experiencia, como la de dormir encima de un cartón y utilizar un pedazo de pan como almohada, se trasformaba. Le invadía una fuerte diafanidad y el rostro se iluminaba; su mirada se perdía en horizontes indefinidos y sus músculos se relajaban. No brindaba explicaciones inconexas, ni trasmitía arrebatos confusos, ni se percibía una fijación enfermiza en su relato.

Mejor conocido como Vin, por su parecido con el actor Vin Diesel, había logrado el respeto de los otros reclusos que querían “parquearlo” hacia su lado. No admitían que fuera de su grupo alguien se destacara individualmente, pues eso era un síntoma de pérdida de poder. La primera ocasión en que otro preso lo retó a someterse con un “demuestra que eres un hombre”, le incendió la ira, su cuerpo se expandió como cola de pavo real y le propinó un fuerte puñetazo que lo llevó abruptamente al piso. La mirada de aquel círculo vicioso que los rodeaba añadía más violencia aún, pero cuando Vin rompió el silencio con una frase tan cortante como los “figos”que todos ocultaban bajo su ropa:  ¨Soy tan hombre como tú” . Acto seguido extendió su mano para ayudar a levantarlo y aquellas respiraciones, que más bien se parecían a extertores de futuros muertos que luchaban por la vida sin saber como, regresaron a otra normalidad. Lo aceptaron sin más.

Algo similar sucedió mientras  trabajaba en las cocinas, pues era común que los que manejaban alimentos, al distribuir la comida, disfrazaran la droga de alguna manera y así se distribuía sin percances ante las narices de los vigilantes.  En medio de tres sicarios, en un cuarto aislado de todo, les dijo: ¨A mí me culparon injustamente por intervenir en un negocio de drogas y estoy pagando por ello, pero no estoy dispuesto ahora a darles la razón a aquellos mentirosos y traidores. Así que no cuenten conmigo¨. Y, lo dejaron ir, sin advertir que las piernas le temblaban y el pulso iba a las millas.

Hubo de pensar y actuar como el preso que era y las imprudencias sobrevinieron, como la de adquirir un celular junto a su amigo ¨Sangre¨ quien, al convertirse en chota, por poco le implica en esos turbios  asuntos. Por suerte una conversación con la esposa de aquél ante algunos guardias que escuchaban, desmintió su implicación en los trasiegos del otro. En la cárcel se daban todos los sentimientos sustitutorios posibles, como la amistad, sin embargo Pito no gastó demasiadas horas en suprimirla. Ni lealtad, ni compasión, se dijo, e hizo de tripas corazón para seguir. Pero nada desaparece, ni se va del todo, por eso aquellos débiles ecos y huidizas reminiscencias surgían como antiguos restos desperdigados, como valiosos testigos de lo que pasó,  simplemente porque a Marion parecían importarle.

Con firmeza y generosidad Pito había soltado los lazos familiares llenos de promesas y arrastres hacia su sino incierto y los sustituyó por una firme resolución que le daba fuerza y vida. Lo tuvo claro: cada parte afectada por el detestable proceso de condena, denigración, lentitud del tiempo, el deterioro físico y mental posibles; Su esposa, sus hijos debían luchar por lo suyo sin la vacilación de sensiblerías.

Mientras iba de cárcel en cárcel federal, amanecía cada día con una mínima apariencia de normalidad, sin temores, pero con esperanzas, había adquirido la convicción de ser un elegido para sobrevivir en semejantes circunstancias de manera digna, sin distribuir culpas para disminuir la suya. Su fortaleza interior era, más que evidente, contagiosa. Así que Marion en su imaginación hizo de él un personaje al que había que retratar en toda su dimensión humana, con todas sus caídas y todas sus resurrecciones.

La vida pasada de su entrenador era ya un hecho histórico de su existencia y no un incómodo postizo en la actual. Se había apeado de cansancios, despechos, decepciones, ausencias, resignaciones… Había logrado desterrar aquel tramo de su vida de manera lenta y gradual, pero su necesidad de hablar era todo lo contrario, veloz. De vez en cuando un espontáneo y rápido beso en el cachete le alertaba de la entrada o salida de los asiduos al gimnasio, entre los que se encontraban policías y exreclusos como él a los que trataba con igual camaradería. Nunca metió a nadie en el mismo bote de aquellos desgraciados policías corruptos que habían sido los responsables de la pena impuesta por el juez.

A veces, la llamada de una chica preciosa, tipo modelo, interrumpía el tiempo que dedicaba a la supervisión de sus ejercicios. Era su hija que había crecido a la par que su degradante experiencia carcelaria “Mi padre tiene una gran historia que contar”, le comentó a Marion. Mantenía una excelente comunicación con sus dos hijos, a los que visitaba con frecuencia en Miami. Además, por una inverosímil conjunción de azares Marion supo que la primera esposa de su instructor y madre de sus dos hijos había sido, mucho tiempo atrás, estudiante de ella.

A Pito la prisión le reiteró en el leitmotiv que había guiado su infancia y juventud, dos épocas tristes en las que desparece el padre y la madre se refugia en la drogas. Ya desde entonces, su fortaleza parecía manar de un versículo de Josué (1.9) : Mira que te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas, ni desmayes porque Jehová tu Dios estará contigo en donde quiera que vayas.

Semejante convencimiento de ser un elegido convencía a Marion de que la retribución de la almas, fortalecidas por las desgracias, es posible, pero ¿quién la consigue – se preguntaba: la confianza en una voz divina, las manos generosas en la rehabilitación, una nueva familia… o la fuerza interior de cada cual…?

Pero Sujeily, la compañera actual de Pito, también llamó su atención para no dar cabida a dudas. Su, apodo de Sujeily, conoció a su instructor en noviembre de 2017, cuando tenía 27 años frente a los 43 de Pito, y mientras éste seguía sometido a un control exhaustivo de su vida, en residencia, trabajo y horario durante todo el día.  Coincidieron en un negocio donde ella era secretaria y el empezaba su primer trabajo. Supo que era un ser invasivo y enredador, por su pasado de don Juan, y también que no era individuo capaz de eternizarse en una conquista.

Lo evadió hasta lo imposible. Tanto su familia como su mente eran tradicionales, pero ella siempre tuvo una pizca de rebeldía por lo que empezó a ¨hacerle la corte a él¨, ya que su libertad todavía estaba muy limitada. Ella era la que lo visitaba en su ¨Media casa¨ donde tenía que contestar a cualquier hora las llamadas de seguimiento de la policía.

Cuando ella se aseguró de que no era una necesidad sexual del momento y que Pito buscaba en ella una mente libre, dispuesta y emprendedora se convirtió en su pareja oficial. Joven, guapa e inteligente llenó su existencia codo a codo con él en un nuevo gimnasio donde buenos amigos le ofrecieron ser gerente.

Ya eran una pareja sólida y encantadora en el momento que Marion los conoció. Entonces, pensó en la vida como un conjunto de verdades inverosímiles que inesperadamente atropellan para revolcar la más intrascendente y vacua realidad cotidiana y, finalmente, cuestionarla. Pito le había mostrado una fisura para colarse en otra realidad más sórdida que existía, como tantas otras, paralela a su vida y Sujeily. por su parte, le reveló una esperanza real y una confianza inudita en otro ser humano.

El lastre del pasado no era tal para ellos, tan sólo una experiencia de dimensiones insospechadas con la que habían tropezado fuertemente, pero sin caerse, ni lastimarse. El apoyo mutuo fue una costumbre desde entonces. Se habían reunido con el objetivo de moldear cuerpos, sí, pero desde el sentido formativo y más humano que los inspiraba a ellos en su propia vida.

A veces una vive liviana, a costa de no ver su alrededor; a costa de no interesarse en él… o de ignorarlo, hasta que se produce un encuentro sorprendente, como éste que la reglaron Pito y Su.


Reacciones de Carmen Cazurro en la presentación de Desvaríos femeninos

Carmen Cazurro

Es un verdadero lujo contar con los estudiantes, que por lo general, le huyen a la poesía, argumentando que no la entienden. Por lo visto, ya se puede ahuyentar ese tabú.

En esta convocatoria de emociones no han faltado verdaderos compañeros del alma como Jose Neville Caraballo, Robert Mayer y Ana Cuebas a quienes siempre he distinguido por su personalidad tan profesional, como humana. Son verdaderos seres afines a mi, de forma que puedo afirmar que, en este sentido, he crecido entre ellos y con ellos.

Qué decir de los panelistas: Valentin Massa, Flor Pagan, Cande Gomez y Rafael Calderón que se han acercado a mi poemario como profesores, escritores y estudiantes, pues ha habido representación de todo esto. No sólo han leído Desvaríos femeninos con delicadeza, sino que se han detenido con cierta morosidad cómplice en las emociones con las que he intentado sublimar el sentimiento amoroso. 

Durantes años (49 exactamente) en mi caminar de fronteras entre Puerto Rico y España, he ido plasmando imaginativamente estos versos que no deben entenderse como la historia de un amor único sino como una historia de emociones variadas y dispersas en el tiempos relacinadas, eso sí , con el sentimiento amoroso.

Acertadamente los deponentes han develado mis influencias creativas, pues conocen que soy experta en literatura erótica y mística por mis conocimientos en la historia y literatura españolas. Los áarabes nos dulcificaron con el cultivo de los sentidos y el amor platonico; es decir, privilegiaron el deseo sobre el acto de consumación del amor. Y, en cuanto a los místicos, que nos hablaron de noches oscuras del alma, o de moradas dentro de nuestro cuerpo, siento una gratitud eterna por sacarnos de la negrura espiritual de su época.

El poeta mejicano Octavio Paz en su libro La llama doble definía el erotismo como la máxima movilización de los sentidos (y tenemos cinco -gusto, tacto, olfato, vista y oído- todos los seres humanos). Me incluyo entre los seres humanos que en vez de ir al gimnasio, prefieren ejercitarse en esta máxima y cren imágenes como éstas:.

siesta de abrazos

alegria de momentos

colores de fiesta

lealtad de afectos inseperados

infancia de membrillo

alfombra de amapolas

guiños lilas

rostro que coquetea entre luces y sombras

apresuradas lentitudes

vivacidad callada

pisar el aire

besos que viajan sin apellido

alas de un afecto

afán tentador

comlicidad latent

ruborizadas amapolas

camino blanco de tus palabras

audaces lejaníias

En la primera parte, se  dibuja un perfil de caballero milenario, con sonrisa de soberbio temple que guarda un hondo secreto en sus manos; de ternura ensimismada, cuya hombria produce chispas de fuego. Tiene lo que ella busca  aire, palabra, tierra y produce una magia lejana

Enla segunda , el alma sale a pasear, luego de una experiencia dolorosa y desea y busca las señales del paraíso. No hay ser retratado, porque ya es parte de un pasado.

En verdadedes infinitas hay decepciones y desencuentros. Se dibuja un hombre que se cree inmenso y único. La voz poetica siente que su amor se dsmorona en ruinas y decide contruir una nueva verdad.

Ahora mis lectores pueden recrear, experimentar, hacerse dueños de este poemario, pues ya no me pertenece desde el momento que he decidido publicarlo. 


El Carpe diem como antídoto de la nostalgia

Francisco Valentín

Llama mi atención del sugerente subtítulo del poemario: Hacia una poética de las emociones, ya que me ha recordado otro poemario anerior de la autora titulado: La sorpresa de la emoción, donde Carmen disfruta lúdicamente de las emociones, al estilo oriental de los haikus japoneses.

En otras palabras, Carmen caza las emociones, las captura y, finalmente, las encierra en unos versos de modo casi instantáneo, en especial cuando se trata de emociones que le produce la contemplación de la naturaleza castellana Y me refiero a cielos grises o de sol radiante; a trinos de pájaros; a los campos de trigos y amapolas; al cambio de estaciones que provocan en la voz poética el despertar de sensaciones, incluso me refiero a los recuerdos de la infancia en todo su esplendor de luz y de color.

El poemario muestra sutilmente el contraste entre la realidad de su tierra española con la realidad de América. A partir de este ir y venir entre fronteras es que comienza a recordar con nostalgia. Este es el marco de ensoñación que se establece en la primera parte del poemario. La palabra nostalgia, que se puede definer como la tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida, es la clave fundamental para entender la primera parte.

La voz poética va creando un mundo de ensoñación donde se van dibujando los rasgos físicos y espirituales de un destinatario ideal. Ciertas imágenes nos van presentando casi un cuadro al óleo de un caballero de mayor edad que la voz poética y que goza de gran prestigio por su autoridad y manejo de la palabra; podemos pensar en un escritor tal vez.

El paisaje castellano se presta perfectamente para el nacimiento y disfrute a plenitud de esta cercanía de seres afines en gustos, aunque – insisto- de diferente edad. Sobresalen elementos de una naturaleza que varía, según las estaciones del año comomo: los cardos, las amapolas, los trigales trigales…Una naturaleza que me precio de conocer bien, pues la conozco a través de mi viajes a España, pero que puntualizo: después de leer este poemrio, me emociona más””. Pues bien, dentro de esta realidad castellana se va desarrollando una relación amorosa que es, insisto pura ensoñación; es una imagen. Pero surge un obstáculo: la distancia que separa a la voz poética y el imaginado ser a quien ha elegido como objeto de deseo.

Una vez definido el ambiente idilico, la distancia y el deseo, hay que reparar en una apelación o llamado de la voz poética al otro ser, pues lo convoca a existir, a vivir, a dejar el mundo imaginativo. El poema Existamos es un claro ejemplo de lo que señalo:

Pero mi piel es ahora suave, voluble y alada.

Por mi alma, hasta ahora aletargada,

fluye la savia procaz

de mi deseo impúdico y voraz.

Ya soy todo un arco iris de abrazos

que esculpen en el aire tu figura.

La sed de amar se duplica, se multiplica y el hablante del poema y la figura idealizada se abrazan. Cuando finalmente se entrecruzan sus miradas, el tiempo que inevitablemente lleva a la muerte se detiene en un presente eterno. Entonces la voz poética se convierte en la cautiva de ese ser soñado e idealizado al que eterniza en un presente.

Hace finalmente un llamado para que toda esta ensoñación se convierta en realidad, en una existencia real cuando dice:

Cuando rozo exactamente el aleteo de tu mirada,

el tiempo detiene su negra escalada.

Cautiva de haberte creado, Ya no te puedo olvidar

Igualmente, en el poema Seamos, el amor ideal crece, se concreta; se torna corpóreo y el tiempo se detiene en las calles conocidas por ambos. Tanto el hablante lírico, como ese destinatario o figura idealizada se convierten en esencia, en seres reales de esta manera:

Y darte el brazo y su firmeza

con el paso detenido y elocuente.

Y la huella veraz

y la palabra luz

por tanta calle amada

entre tu vida presente

y la mía olvidada:

Encuentro en estos dos últimos poemas mencionados una insinuación al Carpe diem, esa filosofía que nos mostraron los escritores renacentistas donde se hace un llamado a aprovechar la vida presenta, ya que la muerte acecha y con todo acaba. Es el mismo llamado a disfrutar, a vivir el presente hace la voz poética.”


La construcción de la verdad desde un amor en ruinas

Candelaria Gómez

Recorrer el poemario Desvaríos femeninos, hacia una poética de las emociones, es ponerse en contacto con los tiempos de la poeta y participar un poco de los desvaríos que, en esa búsqueda femenina constante, a todas nos toca en mayor o menor grado.  Es ser participe y tocar con la punta de los dedos las emociones de una mujer que en alas de afectos y desafectos se ahoga en un torrente de vivencias y deja salir las emociones contenidas en un caudal de imágenes.   La vida que le tocó vivir no fue sencilla y, aunque no reniega de ella, las emociones se le atragantan a menudo y tiene que expelerlas en un poema que, como a través de un velo, nos deja percibir retazos de su interior. 

Para entender el poemario se tiene que hacer un recorrido por un Museo de nostalgias que le provocan Verdades sencillas hasta escalar en Voces infinitas que despiertan sentimientos profundos que creía dormidos.  En el poemario Carmen crea una realidad alterna que se nutre con sus emociones y vivencias a través de su paso por la existencia.  Ella construye su realidad desde las vivencias de un amor en ruinas, desde sus tiempos y sus dudas. Es un amor que, a fuerza de represión, emerge de las ruinas lleno de luz y se convierte, a veces, en un amor platónico que vivifica el alma de la poetisa que lucha para seguir amando a través de las infinitas formas del amor y a pesar de las desilusiones que el amor ha tatuado en su alma. 

Como un dios con su creación, ella tiene el poder de revelar el misterio que encierra cada verso, pero decide que nunca será una revelación total, provocando en el lector un deseo de desentrañar la madeja para conocer más sobre las motivaciones de la autora.

Hay que recordar que la poesía ofrece dos puntos de vista, el que autor quiere dejar ver, ya sea de forma sutil o atrevida y el del lector, que a través de su percepción busca la intención de cada poema.   La poesía es abstracta y está sujeta a la sensibilidad del lector, por lo que un poema puede tener infinitos mensajes, depende de quien lo lea y hasta del estado de ánimo que se sienta al leerlo.   Aclarado esto, comienzo expresando mi percepción sobre el primer poema, Asombro, que da inicio a la tercera parte del poemario.

El amor platónico y sutil expresado en los poemas primeros parece no conformarse y la voz femenina nos recuerda, que a pesar del tiempo y de la madurez emocional y física, su cuerpo se estremece aún al revivir el placer de los sentidos.  Ese placer la hace vulnerable al toque de otro cuerpo y vuelve a soñar y a asombrarse con las sensaciones que le inspiran el placer compartido, hasta poder tocar con los ojos de los dedos los rincones más íntimos para escalar y descender la montaña de la entrega que su sensibilidad inventa o evoca.

Disfruta la pasión perversamente femenina que le provoca robarle una y otra vez el alma al ser amado hasta que solo quede el cansancio compartido quemándose en el sol que se asoma e incita al cuerpo despierto a continuar el disfrute hasta que anochezca otra vez.

En medio de este viaje por sus vivencias la poetisa descubre con tristeza que el amor soñado quizás le llegó a destiempo y, aunque ella está dispuesta a vivirlo a plenitud, sus sentimientos no son igualados por el ser amado, lo que la hace repensar si vale la pena poner sus sentimientos tan preciados en una relación tan confusa.

En el poema Sin saber, establece el contraste entre el amor de ella, sin excusas ni evasivas, y el de él que rehúye el compromiso, tal vez por temor a perder su libertad y le corta las alas al amor que ella está dispuesta a entregar, a pesar de las experiencias anteriores.

Guarda su dignidad sin reclamarle nada y escribe su mejor página de poesía con su silencio salvador que es más elocuente que las palabras:

Aislados momentos sin futuro los nuestros.

Tú, incorruptible al yugo del amor;

Yo con el roce de tus despedidas

en mis manos, …

Por qué será que mis recuerdos

deambulan entre miles de palabras

que sólo tú proferiste…

Sus emociones se derrumban ante el contraste de sentimientos que se debaten entre las ruinas de la desilusión y la belleza del amor que, a pesar de sus heridas, aún vive en la grandeza de su espíritu.   En su poema Estallido expresa:

Qué hacer con este estruendo de ruinas,

con esta inusitada luz

que hace brotar los recuerdos

por cada uno de los poros de mi piel.

Al final, se percata de que el adiós es la única salida; quedarse y conformarse con las migajas de un amor a medias no es aceptable para una mujer que en el amor se da por completo.  No quiere exponerse al embate inestable de un amor que se debate entre las dudas y prefiere buscar su paz interior lejos de él, aunque le cueste vivir un periodo de oscuridad y de represión.

Para evitar que el dolor se agigante con el paso del tiempo y poder seguir viviendo sin aniquilarse por el desamor, decide comenzar de nuevo y lo expresa en el poema Te diré adiós:

Ya no permitiré

que entren tus sueños

en mi bahía estrellada.

A pesar de la aparente rendición que se percibe en el poema Te diré adiós, enseguida nos deja ver que su voluntad le impide darse por vencida y que no sucumbirá ante esta prueba, por lo que racionaliza su existencia, mientras siente los espasmos de la soledad.   No se echará a morir por él y se reinventará con los pedazos que rescata de la despedida y surgirá más fortalecida para enfrentar la vida con la fuerza que renace de su determinación. 

En el poema Soledad en espasmo nos deja ver su valentía para superarse y volver a empezar, sin permitir que la amargura mate su alegría de vivir.  Aunque no renuncia al amor, sí debe conformarse, al menos por un tiempo, con uno platónico, inventado desde su soledad, así será.   Prefiere continuar sola, pero dueña de sus sentimientos:

Volveré a montarme en el viento

con mi bandera perenne de amor.

Volveré a construir la verdad,

pero esta vez más fuerte

y más honesta.

En fin, el poemario es un diálogo con las vivencias, con las ausencias, con el amor en todas sus vertientes, con el desamor, con la desesperación y la esperanza y un conjunto de confesiones veladas, donde a voz poética deja entrever sólo lo que desea. 

No son confesiones desnudas, están vestidas de imágenes sensoriales que las cubre con un velo azul y misterioso que le permiten conservar el derecho sobre su creación, dejando en el lector un sentimiento inconforme porque anhela descubrir un poco más del mundo interior de la mujer que expresa sus desvaríos femeninos. 


Sobre el poemario Desvarios Femeninos

Rafael Calderón

De primera instancia, me llamó la atención el título Desvaríos femeninos.  Pensé que sus versos trasmitirían un progresivo estado de locura. Sin embargo, conversando con la autora, el verdadero propósito del título fue desvelado. Es decir, cuando se habla de desvaríos, se alude a quimeras, imposibles ensoñaciones, y huidas de sentimientos, desde un alma que se siente encerrada en sí misma. Precisamente, la parte de este poemario que generó gran curiosidad en míi se titula, Fuga de nostalgias.

Debo aclarar que, como joven lector, me agradó la facilidad con la que se lee el contenido del poemario. Es decir, sus versos no responden a un patrón clásico de rimas, medidas o estrofas, sino que parecen establecer la cercanía con el lector como si se tratara de una simple conversación al estilo de la poesía modernista más atenta al mundo de las imágenes y sensaciones. A mi entender este poemario sigue las huellas de Pablo Neruda, el poeta chileno que escribió los famosos 20 poemas de amor y una canción desesperada.

Por ejemplo, en el poema Seamos escuchamos una conversación con el TU, y leo: “Y encontrarte como entonces, vehemente, entre azules huellas de complicidad latente, con ese “me gustas rojo” en tu decir vibrante… En ese sentido, el poemario no resultó ser un gran obstáculo para mi lectura y comprensión. Es decir, pensé que tendría dificultad visualizando los parajes de Castilla con sus cambios significativos en las estaciones del año que yo no he podido presenciar en la isla.

De hecho, mientras leía el poema “Capturano fue extraño imaginar frente a mí las frías cencellas, ese fenómeno invernal que parece cristales congelados, o apreciar las alfombras de trigo y amapolas que forman los colores de la bandera de España. Dichas imágenes me iban resultando familiares.

Pero más allá de mi sentir, conversando con la poeta, supe que estos cambios de la naturaleza reflejan el estado anímico y, por consiguiente, el grado de nostalgia de la voz poética que personifica los parajes, porque se siente dueña de ellos.  De manera similar a Julia de Burgos”, en su conocido poema “Río grande de Loiza”, Carmen Cazurro plasma un sentimiento platónico que va subiendo de intensidad en la medida que se apodera de ella el recuerdo lejano del ser amado, su aire, sus palabras su tierra….

Por ejemplo, en el poema Captura la voz poética, se mueve y vive idealmente entre mundos opuestos e imposibles, sin desesperarse para caer finalmente rendida ante el ser anhelado:

Como las amapolas

recorren con sus ríos rojos

los campos de trigo

suavizándolos de oro,

así me emociona el viaje por tu vena

sensible a mis caricias

mientras mi fragilidad se desespera

y me recuerda que soy

tributo perecedero de la primavera

Pero, aun así, en tu invierno,

deseo que dibujes mis pétalos

en la fría cencella

y sepas que mi centro orgulloso de reina,

aún congelado,

está en ti siempre

incluso en el amanecer gris

que no quieres ver por la ventana.

Pues ya soy rehén de esa mirada

Interpreto que la voz poética es la primavera que desea dibujar sus amapolas en el invierno frío, gris y hasta congelado, del ser amado. Se puede deducir que, en este sentimiento deseable, hay una diferencia no sólo de tiempo o de país, sino de edad entre los dos seres.

Otro poema que acaparó mi interés es el titulado Soy la costumbre, pues creo que es difícil romper con la monotonía de una vida cómoda. Hace falta valentía como la que expresa la voz poética para aceptar el dolor que ello supone:

Sería bueno

atentar contra mi vida

aprender a caminar

de nuevo.

Me hace falta la herida

gritar tu nombre,

para variar,

desde el amanecer

Esta dolorosa libertad conlleva posteriormente un grito que a mí me parece feminista o al menos es un mensaje de asertividad. Lo apreciamos en Los pasos de la tarde, cuando la poeta confiesa:

Yo nunca sabré

si volveré a pisar el aire,

si podré seguir los pasos de esta tarde…

si lo mío es quedarme

o partir,           

pero una voz con donaire

sale en estos momentos

de los confines más hondos

y exclama presurosa:

yo soy la cita.


Erotismo y ensoñación

Dra. Flor María Pagán

El poemario “Desvaríos femeninos” de Carmen Cazurro es una reflexión sobre la esencia del amor, sus fundamentos vitales, sus encuentros y desencuentros.

Voy a destacar como el erotismo de estos poemas, tiene como trasfondo literario “El collar de la paloma”, libro del poeta árabe-hispano Ibn Hazm de Córdoba, del siglo XII (que me consta conoce la autora por ser el más bello y completo tratado sobre el amor cortés y por ser considerado como la cumbre de la literatura andalusí) y , por otro lado, quiero destacar la maravilla poética bíblica del “Cantar de los cantares” del Rey Salomón que también se cuela en el poemario. Ambas obras son joyas literarias sobre el tema amoroso de un valor incalculable para la literatura medieval y renacentista de España, y forman un acertado bagaje cultural presente en la poesía de la autora, castellana por excelencia.

La voz poética abre el prólogo de su nostalgia amorosa con el poema titulado “Acuarela de dolores”, donde manifiesta que se siente un poco como la “tierra” de Castilla, donde alimenta su alma romántica y “aguarda el momento” de la llegada del amor, en medio de sus campos. Éstos, de manera inesperada y silvestre, permiten que crezca el amor” en “colores”, “aromas” y “trinos” y diferentes estaciones del año””, particularmente la primavera y el invierno. Por tanto, es en los campos de Castilla donde la voz poética despierta al amor como si se tratara de un paraíso terrenal.

En el poema titulado “Llegando a ti”, la ensoñación del amor se convierte en realidad para la poeta, pues la amada avanza por “un camino de flores silvestres” para lograr acercarse al objeto del deseo. Las acciones verbales de “alcanzar”, “tocar”, “mirar” o “confundirse en abrazo…” (que se acompañan de un silencio de tres puntos suspensivos”), evocan el importante lenguaje de la mirada que alimenta el deseo.

 La visión en la primera parte titulada Fuga de nostalgias es neoplatónica, ya que evoca el mito de los amantes que, a pesar de la lejanía y la ausencia de contacto físico, ansían ser parte de una unidad originaria. “Yo soy la cita”, dice orgullosa la voz poética en el poema Los pasos de la tarde, al estilo de un poema del amor cortés oriental, pues ella se autoproclama:  la “señora natural de estas tierras castellanas…” que va al encuentro de un “milenario caballero”, y apunto que es la única vez que se nombra al objeto del deseo, al otro ser, con un sustantivo y adjetivo. 

Posteriormente, se desatan emociones mientras se produce el encuentro y es el esplendor de la naturaleza en toda su esencia, el que la prepara para el primer encuentro amoroso. Este aparece de manera insinuante en el poema titulado “14 besos”. 

Cada verso del poema se deleita en una parte del cuerpo: manos, nuca, cuello, cabello, labios, que ya fueron motivos de excelsa elevación erótica en toda la poesía castellana: desde los poemas musulmanes llamados jarchas, el Romancero y el Cancionero; pasando por toda la poesía renacentista que exaltaba el vivir al día o el carpe diem.

Es en este poema donde el detenimiento en la naturaleza desaparece para dar paso al culto del cuerpo Esos besos “sin apellido”, pues no interesa nombrar al amante aún, despiertan “la tierra árida en sentimientos y emociones y “viajan” hasta la casa del amado, de forma que  no quedan rincones, ni “balcones” que no reciban, en puro  éxtasis, el néctar de esos besos. La razón, representada en el sabio Salomón, aconseja a la voz poética “cordura”, pero el amor, que no sabe de lógicas, elige la “andadura”, es decir, la aventura de abandonarse a los sentidos y confiesa:

El primer beso va en la mano

como un sendero abierto.

El segundo, en el hombro,

cerca del cuello;

como paso del viento.

El tercero en la nuca,

bajo el cabello;

en hechizado lamento.

El cuarto, en la oreja;

convertido en anhelada queja.

El quinto, en mis labios

para que la soledad el sexto

desenrede de la madeja del séptimo tormento …

Como en el cuadro de Chagall, los amantes vuelan en pleno éxtasis., pues esta devoción, que parece basarse en la afinidad espiritual, sublima al amado en el verso final:

Tomo, me tienes mientras vuelo…

Soy leña abrasadora

 y tú…me mantienes ardiendo

¡Ah, tus catorce besos!

El erotismo, en materia literaria, es la metáfora del amor en todas sus dimensiones. El erotismo es la vida de nuestro cuerpo, en lo inherente tanto a la sexualidad, como también a nuestro pensamiento y todo lo que es espiritual.

En otras palabras, es dejarse fluir, comunicarse, hablar, asumiendo la responsabilidad y el placer de ser. Ya en el “Cantar de los Cantares” de Salomón se advierte ese juego de atracciones que interactúan, con pausas, avances, retrocesos, silencios y exclamaciones. Es el goce y deseo por la ausencia y presencia de lo amado, reflejado en los textos a través de la sugerencia. Cada momento erótico es como una caja de sorpresas donde la autora ha encerrado sus energías más potentes con las que tiñe todo con un manto de deseo. Enciende la brasa para que el fuego arda, pero lo hace lentamente, con la suficiente morosidad como para que el deseo crezca, se inflame y, luego, fulgure. Es una insinuación dulce y sugerente del placer sexual, visual y estético.

El fino erotismo elevado a la espiritualidad, está presente en Respiración:

Ahora que no pido nada,

ahora que no espero nada,

viene el amor

a levantarme entre sus brazos

con la suavidad del mar;

a dibujarme dentro de una postal de luz

con prodigios de plata

Por su parte, la ensoñación la construye la voz poética en la simple vibración que siente al respirar el aire del amado y así reflexiona en el poema Comunión:

Recibo toda tu vida

en un suspiro

y la resumo

en mi respiraciόn.

Es una visión neoplatónica que tanto para la poeta Carmen Cazurro como para el poeta cordobés, antes mencionado, la naturaleza del amor consiste en la unión de las almas que, en este mundo creado, andan divididas en el tiempo y en el espacio, con relación a cómo eran en su elevada esencia. El amor es algo que radica en la misma esencia del alma y así dice la amada con tintes místicos:

Mi calma hecha de humildades

va levitando hacia tu alma ….

También el sentimiento amoroso se vuelve enfermedad como bien explica Avicena, el médico persa, que el poeta cordobés cita en su “Collar”. Es el mal de amores, la melancolía que provoca la ausencia del amado en un poema como El eco de un suspiro:

Mi corazón golpea tu puerta.

Tú tienes lo que yo busco: aire

palabra, tierra….

Me vuelvo insoportable sin ti.

Muero de ti.

Precisamente, Carmen Cazurro desde su mirada femenina en el siglo XXI, nos convence de que ciertas emociones transcienden con el paso del tiempo. Cierro esta fuga de emociones con el poema Cosa de dos:

Vamos a guardar ese día…

Para tener memoria de nuestra vida

Los dos nuevos en el alma preguntándose:

Por qué ahora…


Mirando desde lejos

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Dra. Carmen Cazurro García de Quintana

Catedrática Universidad de Puerto Rico

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.


Dos libros conversan

[…] los ojos de los vivos y de los muertos coinciden. No se trata de un asunto banal. Esa coincidencia inviste la mirada del hombre de un doble  poder: el poder órfico, cuya virtud consiste en acercar lo lejano y alejar lo cercano; y el icárico, que consiste en arder.

Gustavo Martín Garzo

Paradójicamente, el mundo de gestos oscuros de la España de la Guerra civil,  llenó de sentido los gestos más preclaros, como los del alcalde socialista Antonio García de Quintana. Muchas mentes albergaron el torturante recuerdo de su carácter que no cedió en su ideario, ni siquiera ante la inminencia de su fusilamiento.  Hoy, aquel recuerdo se desborda de su confinamiento gracias a que se ha podido no sólo decir con plena libertad, sino fijar en palabras. Dos libros dan fe de ello y establecen un diálogo entre la razón y el sentimiento; la historia y el testimonio, para concluir que hay dolores que son triunfos.

Pero, antes de ilustrar los vasos comunicantes entre El fracaso de la razόn y La hija del alcalde, me parece oportuno compartir con los posibles lectores de ambos textos tres consideraciones que me guiaron en esta exposición: la primera es que nunca nos cansaremos de criticar a quienes deforman el pasado, lo reescriben, lo falsifican, exageran la importancia de un acontecimiento o callan otro; estas críticas están justificadas, pero carecen de importancia si no van precedidas de una crítica más elemental que, a su vez, es la segunda premisa: del pasado sólo somos capaces de retener una miserable pequeña parcela, sin que nadie sepa por qué exactamente ésa y no otra, pues esa elección se formula misteriosamente en cada uno de nosotros ajena a nuestra voluntad y nuestros intereses. Y, por último,  no comprenderemos nada de la vida humana si persistimos en escamotear la primera de todas las evidencias: una realidad, tal cual era, ya no es; su restitución es imposible.

Yo, al igual que  el escritor Cesare Pavese, siento que la literatura  es una lucha contra las afrentas de la vida. Por eso, entendí la complejidad del mensaje implícito en estas palabras cuando apareció en España un libro sobre Antonio García de Quintana titulado El fracaso de la razόn.  Sus autores Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez-Sagarra, académicos de Literatura e Historia, respectivamente, de la Universidad de Valladolid en España, incurrieron en un serio olvido durante sus investigaciones: el testimonio de la hija menor de este respetado personaje de la política española que fue fusilado bajo el régimen de Franco. Esta circunstancia  constituyó el mejor catalizador para impulsarme  a reescribir los hechos desde los sentimientos de aquella niña y así alumbrar el triunfo oculto en sus recuerdos.  Conozco bien ambas personalidades, pues se trata de mi abuelo y de mi madre. El libro que escribí como respuesta reivindicativa a El fracaso de la razόn ya carga desde el título, La hija del alcalde, toda la intención de otorgar un protagonismo especial a la menor de los tres hijos de Antonio García de Quintana.

Considero que esta novela personaliza la historia al centrarse básicamente en aspectos existenciales. Ofrece el cúmulo de datos necesarios no sólo para contrastar el discurso histórico, la realidad oficial que ofrece El fracaso de la razón, con la microhistoria de una familia sacudida por la Guerra civil que contiene La hija del alcalde, sino para sensibilizar a los posibles lectores de esta era gloal quienes, a estas alturas,  ya se deben haber enterado de que las guerras existirán siempre y que, sucedan donde sucedan, siempre son guerras civiles. Como afirma Manuel Alcántara, destacado periodista español: “El mundo es cada vez más pequeño, el sol sale en todos los lugares, la luna también es apátrida y el cielo de Afganistán es nuestro cielo. Los muertos son universales”. Si bien el nuevo modelo de guerra es asimétrica, sin límites espaciales, ni final previsible, nos afecta a todos, unas y otras son civiles en cuanto todos pertenecemos a esa aldea global en que se ha convertido el mundo. Todas muestran la vulnerabilidad de la población civil indefensa, rehén de rencores y odios provocados por abusos y crímenes. Sin embargo, paralelamente al odio, la prepotencia, la obcecación implacable emerge la generosidad y amplitud de miras, como  se ha puesto de manifiesto a lo largo de La hija del alcalde.

Es difícil fijar la precisa  identidad que, en cuanto género literario, tienen algunos libros- hoy se cruzan las fronteras entre los géneros y  ya no se es tan respetuoso con las jerarquías-. Sin embargo, ese ejercicio constante especie de gimnasia cordial que consiste en recordar, es decir, en volver a pasar una cosa por el corazón, como diría Francisco Umbral, me lleva a catalogar La hija del alcalde  como una novela testimonio, tal como la define Mary Ellen Kiddle, es decir, una forma híbrida (de palimpsesto o collage) que puede calificarse como novela sin ficciόn, novela realidad o cronovela:

…una forma expresiva cuya posición pareciera estar entre el periodismo, las ciencias sociales y la ficciόn y que, además, combina estos elementos con la sociología, la psicología, la política, la historia y las artes visuales.

La indefinición tampoco está ausente en El fracaso de la razón que oscila entre la historia novelada y el ensayo histórico. Pero, no son los puntos comunes lo que nos interesa resaltar ahora, sino la dialéctica establecida entre los dos libros y suscitada durante los tres años que median entre sus publicaciones respectivas.

Enrique Berzal de la Rosa y Rafael Martínez-Sagarra introducen las características de los años finales de la centuria decimonónica española: la alternación del poder entre liberales y conservadores, la activación del recién nacido movimiento obrero; la España rural, tosca y atrasada, las pocas sociedades urbanas que merecían el calificativo de ciudad. Dentro de esta España en declive, ensimismada, acomplejada e insegura, el escenario que va a resaltar es el de Valladolid, la única capital del interior  que gozaba de buenas comunicaciones; que, además, era el centro de una comarca agrícola y poseía un fuerte mercado cerealista. La figura que emerge de este panorama es la de un joven socialista García de Quintana  espectador  de los movimientos del proletariado y expectante, pues la política le apasiona y se siente profundamente republicano.

Antonio García de Quintana se forjó en las duras décadas del 10 y del 20 del siglo pasado y maduró en la política en los primeros años gloriosos de la República española. Provenía de Santander, sus abuelos eran los marqueses de la Concha, una familia noble venida a menos, razón por la cual a los trece años se inició como aprendiz de artes gráficas;  a los dieciocho, ya era amanuense en una notaría, cajero en la Caja de Previsión y contable del Colegio Notarial; fue concejal socialista a los veintiséis y secretario del comité local del Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Desde finales del 31 hasta julio del 36 con una interrupción de año y medio (octubre de 1934 a febrero de 1936) fungiό como alcalde de Valladolid.

El capítulo “La forja de un político” nos acerca al hombre amante de la convivencia y el diálogo, pese a que le tocó vivir en una época de violencia.  Habría que añadir que era un hombre extraño, pues en el convivían el socialista republicano progresista con el hombre moderado en tiempos de guerra. Un capítulo revelador de la desubicación del político, frente a las comunes formas de proceder es “Cossío contra Quintana.”

Concebía la política como servicio. Era, por lo tanto “el alcalde de todos.” Se dio a conocer como un hombre innovador y decisivo para el Valladolid provinciano de entonces.  Su obsesiόn fue la educación. Se ocupό de la ciudad en doble proyecciόn. No sόlo favoreciό a los pobres con su urbanismo humano, también se ocupό del Valladolid burgués: y embelleciό la ciudad con parques y jardines. Todos sus proyectos gozaban de una cualidad, la sobriedad, a la que atό fuertemente su gestión como administrador.  Esta característica de ser fiel a los principios morales le valiό tantos admiradores como enemigos. En realidad, fueron estos últimos los que provocaron su fusilamiento. Su muerte significό en realidad una lección de terror para los temperamentos como él.

Berzal de la Rosa y Martínez- Sagarra realizaron un acto de justicia al recuperar la memoria del último alcalde democrático que tuvo la ciudad de Valladolid antes de la Guerra Civil y, a la par, un acto de afirmación ciudadana. Antonio García de Quintana deslumbró por su humanidad. Por eso, cuando el Consejo de Guerra hizo un simulacro de juicio el 11 de mayo de 1937 acusándole  de rebelión, resistencia y contactos con el Frente Popular, paradόjicamente intervinieron en su defensa figuras de ideología contraria como el arzobispo Gandásegui.  Su testamento epistolar revela una trágica lucidez. Además de víctima fue adivino. Durante los meses que precedieron a su ejecución vivió anímicamente en soledad agónica, tratando de contrarrestar la decepción y el sentido de la fatalidad a fuerza de piedad y  perdón.

La hija del alcalde, personaje y novela, emerge de ese testamento epistolar – a la vez testimonio carcelario-, como la pequeña de nueve años que aprende a sobrevivir entre el hambre y el caos de la guerra. Su universo infantil queda huérfano de fantasías y de ternura para sumergirse repentinamente en las aguas del miedo y la enfermedad.  Su experiencia la hará madurar rápidamente entre las mujeres de su familia, heroínas anónimas en la cotidianidad de la posguerra. De hecho, en este libro, la presencia femenina copa la narración: la inteligencia natural y el temperamento decidido de Brígida, la esposa del alcalde; la abuela Sole con su sabiduría refranera; la mentalidad avanzada de Carmen, la hermana mayor; la lealtad de Antonia, la sirvienta de la casa; la noble amistad de las vecinas y conocidas, como las señoritas de Callado; las amigas “rojas” de la protagonista, como Piluca…. En fin, en este libro los personajes femeninos adquieren una estatura moral similar a la fibra humana del alcalde, tan magníficamente expuesta en El fracaso de la razón.

La autora del libro parte de esa gran bόveda de información oral de la hija menor de Antonio García de Quintana; de ahí la resucitación poética de ambos. Sus móviles -pensamiento, sentimiento y acción -nos presentan a la niña como la realidad cotidiana de su época y a su padre como la contradicción viva entre él y la situación crítica del momento. Sin embargo, esta plasmación de lo insignificante al lado de lo monumental conlleva revisiόn y selección en el andamiaje investigativo de la autora -hay mucho corazón que se trata de cernir con ayuda de los archivos  municipales y la prensa.  Por otro lado, al inscribir esa memoria del personaje, la narradora  interpreta aquellos hechos con sus propias palabras, entablando así una negociación entre pasado y futuro en medio del vacío inevitable de todo espacio que, como afirmé al principio,  ya no existe.  Dicho de otra manera, mi intervención se efectúa a nivel del lenguaje y es la prueba más evidente de lo que Harold Bloom ha llamado “el deseo autoral” por el testimonio del testigo.

Con La hija del alcalde se añade otra dimensión a la historia oficial: la del exilio íntimo. Me refiero no sólo a todos los recuerdos socavados por el miedo, el olvido, forzoso, el silencio opresivo durante la era franquista, sino también a todo el abatimiento propio de los vencidos que salen de la mudez infantil de la hija menor de una figura pública para convertirse en el testimonio escrito de una hija de la posguerra. Al transformar la experiencia de la protagonista con cierta dosis de ficción, proveniente de la imaginación de la narradora, la obra adquiere, como diría Strejilevich, “ecos de argumento”:

Tere hubiera deseado que su madre rompiera el silencio que la dominaba, aunque fuera con sus malas dotes de cantante. Ella necesitaba ver la felicidad en alguna parte, en algún resquicio, en  algún rincón de esos donde, en vano, había querido encontrar a su padre (86).

Es más,  la narradora implícita nos permite ver el futuro sentimental de la historia que cuenta:

En verano paseaban mucho por El Campo grande, un lugar encantado con perfil de bosque de cuentos o de silencio de claustro conventual para la pequeña Tere, pero ella, hada, cenicienta o monja, pertenecía a la Sociedad Colombófila y obligaba a sus padres a llegar hasta el palomar donde trataba siempre de identificar sus palomas mensajeras por la marca de las patas. Luego, en su vida adulta, no haría más que buscar, como punto de referencia de su pasado, el palomar característico de la llanura castellana, redondel de adobe coronado por un techo triple entejado (42)

El hecho de seleccionar como personaje a una voz menor y silenciada, para conocer los hechos desde ella misma, desde su memoria sentimental,  es quizá la verdadera contribución del libro, de forma que la voz testimonial traspasa la visión bilateral de escritor-lector para instalarse como verdadera autora. Es esa voz  la que pone en evidencia, de manera sutil, algunos hechos recogidos en El fracaso de la razón de forma errónea, como la identificación fotográfica de la hija menor del alcalde.

Teresina, la tercera hija del matrimonio murió a los tres años y medio de una meningitis. En 1927, cinco años después, vino al mundo otra niña a la que pusieron el mismo nombre que a la anterior. En la historia familiar se confundirían más de una vez las dos niñas, no sólo por el nombre, sino porque en la única foto familiar que se conserva la que aparece es la niña fallecida (30).

También, se aclaran ciertos datos sobre Antonio García Quintana, como las circunstancias en que fue apresado (62-63);  la itinerancia del busto de Pablo Iglesias, escondido por la familia (154) o la propiedad de uno de los restaurantes de mayor  solera de Valladolid, “La Viña Castellana” (151), entre otros más.

La memoria, como ya es sabido, no se ajusta al tiempo lineal, sino más bien escapa del orden y propicia digresiones, se aferra a la intuición y da preponderancia a lo afectivo y subjetivo. En La hija del alcalde, los capítulos  con su estructura cronolόgica y sus citas anticipatorias del contenido permiten determinar un tiempo lineal que confiere al texto su calidad de “historia.” Sin embargo, este tiempo lineal convive con un tiempo cíclico, como corresponde a la fragmentaciόn y flexibilidad de la memoria, es decir, se vuelve o se insiste en lo ya contado de forma velada para ampliar. Otro aspecto reconocible de la temporalidad, manifestado en el texto, es que se entrelazan los dos tiempos señalados con otro más abarcador, el tiempo monumental. Parafraseando a Clinia Saffi, a propόsito de su estudio sobre el libro Me llamo Rigoberta Menchu: “[…] la entidad representada, antes percibida como aislada o aislable, viene a ser parte de otras entidades formadas mediante la referencia de elementos o características que les resultan comunes.” En este sentido La hija del alcalde accedería por derecho propio a ese ámbito de obras sobre la Guerra civil española donde autor y personaje conviven en un dilatado tiempo y espacio. Pienso en Ana María Matute en una  novela como Luciérnagas o en Francisco Umbral con Memorias de un niño de derechas, entre tantos otros escritores marcados indefectiblemente por la Guerra civil española.

En la tradición literaria universal, como señala la estudiosa puertorriqueña Joanne Ramos, existen varios tipos de memorias: en las histόricas, la historia queda ligada a la intrahistoria del que escribe, en las políticas se presentan reflexiones filosόficas sobre la ejecución político social de una figura; en las confesionales, es donde el individuo manifiesta  experiencias de las que sόlo él tiene conocimiento; en las sociales o documentales se proporciona un cuadro de acontecimientos que contribuyen a configurar la sociedad de la época en la cual se desarrollan los hechos.

La hija del alcalde, de acuerdo a  lo expuesto,  participa de todas estas categorías. No hay más que referirse a los capítulos “Juanita, La larga”, “Pasión y muerte de Antonio García Quintana”, “A papá se lo llevan los hombres” o “Valladolid, capital del dolor.” El texto, mediante semejante collage memorioso, viene a corroborar que la vida que dejamos atrás tiene la mala costumbre de salir de las sombras, de presentarnos algunas quejas, de imponernos juicios con la vana pretensión de que la historia no se repita. Se adquiere, eso sí, cierto valor añadido como propone la autora,  a propósito del personaje femenino principal:

Tere para sus dos hijos y para todos los que  la conocían  siempre tendría dos nombres igualmente propios, Tere y “la hija del alcalde” García de Q

uintana, dos respiraciones alternas, apoyando tiempo en el tiempo perdido, cuando se le atenazaba el corazón y la niña inacabada que cargaba dentro de su madurez se quería morir de pena en las rodillas de su padre un fatídico 8 de octubre de 1937 (169).

Oir lo profundo es escuchar. La hija del alcalde es producto de esa sensación en que, hasta el silencio, tiene resonancia. Entre la trama de los hilos desplegados, emerge la figura inexorable e impecable de una verdad recuperada, ésta es la dimensión ética de la novela que convoca a los lectores a compartir una interpretación más humana de aquel tiempo herido por la Guerra Civil.


Una mirada sentimental a octubre

carmen y teresa

En mi niñez, agarrada siempre de la mano de mi madre para absorber su calidez tan especial, como de niña grande, me llamaba la atención su entrada triunfal a los comercios, la deferencia en el trato, el apretón de manos, la mirada detenida… Como leía tanto cuento de hadas, encontraba natural aquel entorno de mi dulce y, a veces, triste  heroína. No entendía todavía aquel código secreto, aquella admiración oculta que más parecía una reverencia y se traducía en un bisbiseo disimulado en el que apenas yo escuchaba un “don Antonio”… Lo misma sensación me producían las visitas de las amistades mayores de la familia en las que yo permanecía muy modosa y al estilo de la época “como ropa tendida”. En mi casa, sin duda, vivía instalado un recuerdo que constantemente se rememoraba y se lloraba, pero de puertas adentro. Recuerdo que mis lágrimas ignorantes brotaban solidarias más por efecto de la educación sentimental, que por el misterio o el temor en el que flotaban las confidencias entre mi abuela y sus hijas. Naturalmente, yo escuchaba detrás de las puertas, pero algún quejido de dolor inesperado me hacía salir corriendo hacia las escaleras.

Nadie me explicaba. Así hasta mis dieciséis, cuando participé en una huelga de estudiantes en la universidad y nos encerraron por unas horas en el patio del Palacio de Santa Cruz. A mi regreso a casa, el tortazo descomunal que me dio mi madre apenas necesitó de una breve explicación «Esta familia no necesita más mártires», dijo lacónicamente.  Sólo comprendí que no era exageración cuando advertimos que la policía secreta preguntaba en el vecindario por mi hermano y por mí, los nietos del Antonio García Quintana, el alcalde socialista fusilado por el franquismo. Recuerdos como éstos me sobrevinieron ayer, mientras mi madre en el Ateneo Republicano de Valladolid debía de estarse dirigiendo a un grupo de personas que recordaban a mi abuelo fusilado el 8 de octubre del 37, el mismo mes en que su pequeña cumplía 9 años.

Este abuelo, al que no conocí, ha estado demasiado presente en mi vida.  Hasta los recortes y fotos familiares se vinieron conmigo a Puerto Rico 37 años atrás. Una vez instalada la democracia, mamá abrió más su corazón. Recogí aquellas historias en un cuento que luego pasó a ser libro tan sólo para  que dejara de llorar y se conciliara con el pasado. Su temprana orfandad la marcó tanto que a sus hijos les traspasó su respiración lastimada, su juventud triste, su madurez rebelde ante semejante venganza de la historia en su familia, mientras fluía a borbotones la adoración por su padre, un hombre amoroso, recto, inteligente, íntegro, fiel a sus ideales y a sus convicciones hasta el extremo de dar la vida por ellos. Aquellas largas conversaciones en que la figura del abuelo trascendía de las fotos para situarse a nuestro lado lograron que, mientras mis padres trabajaban de la mañana a la noche en aquella empresa que fue La Viña Castellana, mi hermano y yo sintiéramos un estímulo inusual en nuestros estudios.

Personas, como mi abuelo, que vivieron con tanta intensidad sus afectos y con tanta verticalidad sus convicciones, acabaron siendo rehenes de su carácter, pero basta verlos perdurar en el tiempo y en la memoria de los demás para entender su misión, una misión que trasciende su simple entorno para iluminar un exterior tan amplio como distante y que, pese a la tragedia social o a la desgracia familiar, alienta los mejores ideales  y pervive en su descendencia como una historia digna de perpetuarse en su memoria. A todos los hijos e hijas de la guerra que, como mi madre, no dependen de la memoria histórica para calibrar el significado universal de sus tragedias íntimas, mis respetos.


Noches en los jardines de la mudarra

Al comenzar el verano, levanté el vuelo de esa ínsula extraña que es aún Puerto Rico para muchos españoles, hasta posarme, una vez más, en mis parajes de tierra fuerte y tonalidades excitantes; en esos campos rojos y áureos que, al decir de Ortega y Gasset, “ponen los pulsos al galope”. Esta vez, miré con detenimiento ese corazón de Los Torozos que es La Mudarra y, como buena castellana, supe apreciar el valor de un nuevo contraste. No me era ajeno el pasado de la villa, irritante muestra de los usos feudales; tampoco su futuro “claramente vislumbrado”, y nunca mejor dicho, por varias empresas productoras de energía eléctrica. Pero, reconozco que me faltaba algo de su presente. En medio de estas tierras que, según Antonio Ponz, parecen peladas por la desidia, descubrí los jardines de La Mudarra y, en su nocturno interior, el destello de una vida rotunda.

Aparte del Campo Grande y el Poniente, me formaron otros jardines hechos para la poesía como aquel Jardín gris de Manuel Machado: “Jardín sin jardinero,/ viejo jardín,/ jardín sin alma../… Llegando a ti se muere la tristeza… Pero, de nuevo la sorpresa del contraste, porque éste era un jardín con alma, con jardinero y, nada menos, que un jardinero poeta, Godofredo Garabito y Gregorio, autor del poemario esperanzador El aura del ciprés me ha dicho… quien, en un gesto de hospitalidad castellana, me abrió su Casa Grande para conversar largas horas, de forma que pudiera realizar el reportaje que me encargara mi universidad para la revista académica BRISAS .

La dulce conversación adquirió matices insospechados en las noches que me invitó a cenar, junto a otros amigos, en su iluminado y múltiple jardín, conformado armónicamente en sucesión de vistas y variedad de rincones, de ahí el plural del título. No es que esté confundiéndome con Noches en los jardines de España, una de mis piezas favoritas de Manuel de Falla, es que fue inevitable sentir correspondencias con otros paraísos presentidos a través de la música o la literatura.

Debo confesar que, pese a la estratégica iluminación artificial, todo brillaba con luz interior y que, mientras me esforzaba en aprehender el espacio de espacios con pura estética cubista, llegué a concebir algo así como una visión sacramental de la realidad. Cipreses, abetos, encinas, rosales, geranios y begonias eran firmas trascendentales de la mente que ideó su disposición de lugar, volumen y tonalidad. Consideré que descifrar este locus amoenus me podía dispensar de la necesidad de la palabra escrita; incluso que mi reportaje resultaba mediocre ante la emoción profunda que este campesino-poeta, que es Godofredo Garabito, experimentaba por las cosas más sencillas, como descubrir en las hojas caídas un rayo de eternidad o fundirse con los secretos de un ciprés: “La noche es el secreto de un ciprés. / Es el ensueño/ de un ciprés que cabalga las estrellas”.

Ya de regreso, descubro mi predisposición por el encanto de estos jardines antes que por la riqueza artística de su casa-museo. Debe ser que me encuentro todavía cerca del ciprés que vigila La Virgen de los Torozos; que voy caminando por el sendero que conduce al recoleto jardín de la fuente donde, entre arcos y columnas, la blanca estatua de una Vestal refleja el azul de diminutas flores rendidas a sus pies; que contemplo desde allí el espléndido conjunto renacentista de columnas, escudos nobiliarios, estelas de diferentes épocas y paredes amuralladas que suavizan el rosal trepador y la hiedra. Debe ser que en la frescura placentera de aquellas noches que convocaban voces, aromas y colores, atrapé, sin ser ladrona, el reino interior de un poeta.

 

mudarra

 

La Casa Grande en La Mudarra. Valladolid (España)