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Mirando desde lejos

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Dra. Carmen Cazurro García de Quintana

Catedrática Universidad de Puerto Rico

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.