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Mirando desde lejos

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.

Mirando desde lejos: Usos, modos y maneras  de la educación de la postguerra civil española

Dra. Carmen Cazurro García de Quintana

Catedrática Universidad de Puerto Rico

Después de 43 años residiendo en Puerto Rico, una de las satisfaciones más grandes de mi vida fue volver en junio de 2010 al Instituto donde estudié integramente mi Bachillerato Elemental y Superior en Letras (1959-1966) y reencontrarme con mis antiguas compañeras.

Aunque se trataba del mismo edificio, identificado como entonces, con el nombre de Instituto Zorrilla, había sufrido un cambio transcendental. Ya no albergaba como antaño al Núnez de Arce con el que había compartido todo, menos la administración y los profesores.  Tampoco mantenía aquella división entre chicos en regimen matutino (el Zorrilla) y chicas en regimen vespertino (el Núñez de Arce) que tanto retrasó nuestro gozo vital, pero que tuvo cierto encanto, en su momento. Regresaba para presentar el libro que escribí sobre mi abuelo, Antonio García Quintana, alcalde republican y por lo tanto “rojo” vencido” en el argot de la Guerra civil. Lo hacía en el mismo paraninfo donde ofrecí el primer discurso de mi vida a los 15 años, bajo el regimen franquista, es decir de los “azules” victoriosos. Así que fue inevitable volver a pasar por el corazón todo lo que me llevó a aquel preciso momento, tan transcendental en mi vida.

Algunas tardes grises de invierno era inevitable sufrir los bolazos de nieve que nos dirigían los chicos parapetados en los árboles de la plazoleta.  Ya, dentro de la seguridad del salón de clases, nos esperaban otro tipo de mensajes menos agresivos y más provocativos grabados en la madera de aquellos pupitres largos y continuados.  Prohibición, misterio, pecado envolvían sin duda las acciones más elementales, como la de regresar a casa por las oscuras calles que ofrecían a la imaginación tantas sombras, cargadas de oscuras intenciones, desde los portales de la calle. Pero, la paz de la capilla compensaba los desasosiegos.

El espíritu meditativo se completaba con La Historia Sagrada, recuerdo que en una ocasión D. Gregorio casi me puso un tapabocas de tanta verborrea apasionada sobre el santo Job.  Sin embargo nada hubo comparable a aquel momento de duro silencio que sucedió al pase de lista: “María del Carmen, Maria Elena…¡República!… Haga usted el favor de que le añadan el María en el Registro de Nacimientos”. Otro estilo diferente, por aquello del amor al prójimo, era el de D. Anastasio quien nos acercó al mundo necesitado de los gitanos. Como no comprender que llegara a la clase con su sotana llena de polvo y de paja, impregnada de olor a humo.  El regimen del dictador, Generalísimo Franco, pretendió ser católico, apostólico y romano. Sus exageraciones en este sentido lo llevaron a viajar acompañado del brazo incorrupto de Santa Teresa.

Practicábamos deportes, cuando el tiempo lo permitía en un patio exterior, árido como el peor campo de Castilla. Sin embargo, era en los amplios pasillos interiores donde se deasarrollaban las clases de gimnasia rítmica con Ana Ozores, una mujer cuyo cuerpo perfecto culminaba en un moño que la hacía parecer aún más esbelta y cinematográfica. Encarnaba el aire triunfal de la Sección Femenina, brazo femenino del único partido existente, el de los “azulkes” conocido como La Falange. A pesar de los odiosos bombachos azul marino que despistaban a cualquiera de nuestras incipientes formas de mujer, algunas sobresalíamos por tener piernas largas y brazos de niñas acróbatas. Por eso, llegué a ser la primera de la tabla, dirigiendo con mis movimientos los del  resto del grupo. Hasta que, durante una exhibición ginmástica en las Piscinas Samoa, la profesora me gritó: “Cazurro a la izquierda” y creí morirme por el eco tan duro de aquellas palabras.

La clase de labores se ofrecía ya anochecido, pero no importaba, tenía algo de paz endulzada. Empezábamos con un largo pedazo de tela que se iba encogiendo conforme realizabamos líneas de vainicas, dobladillos, bodoques, ojales, así hasta conseguir un verdadero muestrario de habilidades con la aguja. La clase de Formación del espíritu nacional proyectaba toda una sensibilidad lacrimógena, pues nuestra profesora lloraba cuando hablaba de la Guerra Civil y de personajes punteros como Onésimo Redondo.

Nuestros Estudios de Bachillerato se reflejaban en un libro de calificación escolar como lo disponía el Ministerio de Educación Nacional. Sus portadas duras color granate custodiaban fotos, calificaciones, matrículas de honor, resultados de dos exámenes de reválida, la de 4to. y la de 6to. año y la calificación obtenida en el curso preuniversitario.  Entrar al Instituto supuso un salto mortal para mí. Pero Don José Estefanía, amante de pasearse por los pasillos y observar a fondo a las estudiantes, me encontró en aquel primer año de tanteos, sentada en uno de los bancos y me acarició sin decirme palabra. Tampoco olvido el semblante agardecido de don Marcelino, profesor de Geografía, cuando me sorprendió solicitando silencio, dedos en boca, a las compañeras en una de sus entradas triunfales al salón. Comencé a intuír gracias a ellos la importancia del mundo de los gestos y , sobre todo de la disciplina y el orden que permeaban cualquier ambiente como característica acusada del regimen dictatorial.

Los afectos que iban generando en mí los profesores compensaban el temor respetuoso que me dominaba, y pronto commencé a disfrutar de cursos como Gramática con don Lucas Calvo, quien regla a regla gramatical, nos conminaba a apuntarlas en una minúscula libreta que debíamos portar en nuestros bolsillos, por si las dudas y  Dibujo con  D. Fidel. Este último ofrecía su clase en un aula inmensa, llena de luminosidad.  La reproducción de cabezas de caballos, columnas griegas, frisos y otros elementos del Partenón me inculcaron un gusto por la estética clásico que luego D. Jesús Lérida ampliaría, gracias a su personalidad pedagógica  única. Lo primero que aprendí de él fue que lo normal puede pasar a ser extraordinario y había que estar preparada. Solía entrar en las clases de Gramática sin previo aviso y elegir con el dedo a cuatro o cinco chicas que, inmediatamente y manos atrás se disponían a un examen oral inusual: “dígame usted la tercera persona del plural del pretérito anterior del verbo caminar” o “a qué conjugación, tiempo, voz, número y persona pertenece fuéramos”. Y estábamos listas para contestar.  Ya, como profesor de Griego, nos enseñó a traducir paso a paso la Odisea. Su explicación, poderosa desde cualquier ángulo didáctico relacionado que hubiera que enfocar, tenía el efecto de romper las paredes del salón. Era un lujo su voz a media tarde porque iluminaba nuestro pequeño mundo y colmaba nuestra urgencia de hacer creíbles aquellas míticas quimeras. Las tardes se hacían breves mientras sentía nacía el placer de mi primera gran admiración, más allá de mis padres.

La sonrisa de cielo y los ademanes parisinos de nuestra profesora de francés Mª Jesús Fernández de los Ríos nos guiaron por Montmartre, el Louvre y los  castillos del Loira como en  una feria de emociones expresivas. María Jesús Gaite, fue desempolvando también nuestro provincianismo con su clase de Historia.

Villalobos me acercó a Julio César en  “De Bello Gallico”, historia de sus batallas. En el gran general romano, encontré al estratega que encarnaba  la capacidad de lucha y el deseo de conquista, la fama  ganada,  que a mí me apasionaban.   Las obras clásicas, gracias a los inusuales profesores que me iniciaron en su traducción al español, soliviantaron mi espíritu.  Eso de tener como modelos de vida a dos figuras épicas, varones para colmo, no se podía entender en mi entorno. Se esperaba de mí que soñara con ser Sigrid la compañera del Capitán Trueno, el héroe nórdico de las revistas juveniles o con cualquiera damita de cuentos de hadas. Yo era parte, sin saberlo aún, de la disidencia femenina que andando el tiempo se convertiría en feminismo.

Precisamente cuando la sistematicidad de estudios y la perseverancia  iba siendo substituidas por la vocación y el sentido crítico, mi profesora de Literatura Doña Manuela Pita, que siempre tachaba despiadadamente con tinta roja mis pretendidas originalidades, me encargó aquel mensaje que me vi obligada a escribir como única alumna que había culminado íntegramente su Bachillerato en Letras en el Instituto Nuñez de Arce de Valladolid. Inadvertidamente dejé olvidado en mi bolso aquel escrito subrayado y corregido hasta la saciedad por ella  y no tuve más remedio que improvisar ante la inmensidad de aquel paraninfo repleto de profesores y estudiantes. Al día siguiente, mi profesor de Latín, Villalobos, periodista también,  reseñaba el mensaje en los periódicos locales por su originalidad,  dinamismo y amenidad.    A partir de ahí el amor por las palabras le pudo a mi timidez y marcó mi futuro como escritora.

Desde luego vivímos muy en serio la Educación Superior, previa a la Universidad. Superamos dos reválidas y decidimos prontamente nuestra vocación: Ciencias o Letras. Ya no existe este sistema tan espartano y a la vez tan complete y abarcador. Por eso aquel Núñez de Arce de la Plaza San Pablo de Valladolid siempre será el lugar donde quedarse con una cierta quietud para encontrarse con la legitimidad de aquella primera formación.


La hija del alcalde

(Extracto de la novela)

A mi madre

Nadie es nunca como ha sido.

Lo curioso del caso es que nos

llamamos igual y nos consideramos

los mismos y se nos juzga o se nos

analiza por actos pasados.

(La gangrena, Mercedes Salisachs)

Esa noche las cosas transcurrían en su casa de manera diferente sin que ella pudiera precisar el porqué.  No vio a su padre sentarse a la mesa a la hora de la cena, tampoco escuchó el tecleo usual de su maquinilla de escribir desde el despacho, pero se alegró muchísimo porque entre las órdenes que impartió su madre a toda la familia, después de la cena, estaba la de irse a dormir con ella.  Su madre tenía un carácter tan autoritario y seco la mayoría del tiempo…y, por otro lado, los problemas de la alcaldía retenían al padre hasta altas horas de la noche, tantas y tantas veces…  Así que para la pequeña Tere aquélla era una ocasión más de recibir los honores a su niñez en aquella casa de padres mayores y hermanos grandes.

A la mañana siguiente un gran estruendo les despertó a todos.  Eran balazos que entraban con furia interrumpida por las ventanas que daban a plaza de San Salvador. Pronto comprendieron que estaban a merced de las ametralladoras instaladas en la torre del campanario de la iglesia, cuya altitud les permitía dominar completamente los edificios en contorno y destrozar todo lo visible a través de las ventanas como la cristalería del comedor que quedó hecha añicos.  Tere pudo sentir cómo su madre la sacaba en brazos de la cama hasta llegar al pasillo a donde todos parecían haber concurrido a gatas.  Bajaron llorosos comunicándose con el pensamiento mudo del terror, hasta la primera planta que no daba a la calle, sino a un patio interior. Allí hicieron causa común con los vecinos; se acomodó a niños y viejos en colchones tirados al piso, pero no hubo tiempo para sosegarse porque se oyó retumbar la puerta de la calle como la de una fortaleza que no quería ceder a la presión enemiga de las culatas; pálido como la cera, el portero le abrió para dar paso a un grupo de facinerosos armados.  A todos se les engañó con la misma pregunta opresiva –Dónde está el alcalde-

Ante la negativa registraron y destruyeron todo hasta los colchones donde esperaban encontrar armas.  Pero quizá fue más lo que destruyó esa misma noche Brígida en su propia casa, ayudada por su hijo mayor, por temor a las sospechas y a las represalias; quemó la historia que contenía aquella abundante biblioteca compuesta de obras masónicas, anticlericales, iconoclastas, subversivas, de autores tan malditos como Víctor Hugo o Moratín.  Dolor particular le produjo que las Obras completas de un gran amigo de su esposo, Federico García Lorca, dedicadas a él, desaparecieran en un registro en el que también se llevaron su adorada máquina de coser.  Pronto cobro conciencia de que la herencia de sus hijos quedaría reducida a la fidelidad a los principios y los ideales familiares.  El choque del ambiente nacionalista con las costumbres y el ideario socialista de aquella familia abonó para una larga tradición de contradicciones en las que la cultura y el refinamiento se enfrentarían duramente con la pobreza.

El alcalde no aparecía, así que los registros iban adquiriendo matices más violentos.  En uno de ellos obligaron a la pequeña a poner los brazos en alto y a colocarse de cara a la pared como hacían con los demás.  Fue así como aquel vendaval trágico se clavó en su tierna carne e inicio el recuerdo límpido de una historia imborrable que repetía andando el tiempo a sus hijos con el mismo dolor angustioso de entonces.  Tere tenía nueve años que bien podían ser siete de acuerdo a su historia infantil corrompido por los mimos de los que la rodeaban.  Empezó a orinarse encima cada vez que regresaban, porque también apuntaban la escopeta hacia ella para obligarla……..  El médico de la familia había indicado que lo mejor sería sacarla de aquel ambiente dada su sensibilidad, pero no se atrevían a pedir favores, ni a presumir que su apellido, ahora execrable, repudiado y odiado, contara con las antiguas amistades.  Sin embargo, Doña Florinda, amiga de Brígida, tan pronto se enteró de la situación, envió a una de sus hijas mayores por la pequeña.  El trayecto era corto, pero ambas fueron cacheadas tres veces.  Había mucho silencio y poca gente por las calles por lo común, cantarinas gracias a los pregones de amanecida, los cascabeles de la tartana de los lecheros o el silbato del cartero y los rezongos de los areneros; y alegres también, cuando se llenaban de niñas, como ellas, uniformadas con “babys” para proteger el vestido, saltando a los dubles al compás de aquellas coplas como la de “En Madrid murió  Granero/ y en Sevilla Varelito, / y en Talavera de la reina/ mató un toro a Joselito”, mientras los muchachos, más corretones jugaban al real o a tres navíos.   Para las dos fue un espectáculo increíble presenciar cómo la guerra cambiada la fisonomía risueña de su ciudad, ahora ocupada por tanques blindados que ostentaban sus metralletas alerta y producían un sonido metálico sin vida.

La familia del alcalde, con las contraventanas de su casa cerradas, sintonizó ansiosamente la emisora E.A.J. 47 que estaba en el tercer piso del Hotel Francia que quedaba justo enfrente de ellos.  De allí sólo salían gritos y vivas a la Falange y finalmente disparos.  Los mayores llegaron, después que Tere, la sirvienta y el tío Joaquín, a tiempo de escuchar a su madre hablar por teléfono con su padre, aún en el Ayuntamiento.  Como tardaron en comunicar con él más de lo usual, la mujer tuvo tiempo de darse cuenta de que el teléfono estaba “pinchado” y con toda serenidad de que fue capaz le dijo que regresara pronto a casa porque la pequeña estaba muy enferma.  Acto seguido llamó a su cuñado Cándido indicándole lo mismo.  Llegaron casi al mismo tiempo.

Tere no entendía el porqué de la mentira, ella estaba bien.  Les vio hablar alterados y a su madre la oyó …. no había hecho nada reprobable, no era reo de ninguna culpa por lo tanto no aceptó las sugerencias de que saliera del país, consistió en trasladarse a casa de su hermano Cándido hasta que se apaciguaran los ánimos.  Brígida sirvió la cena y luego se llevó a la pequeña a su cama.  Aunque las nuevas autoridades sirviéndose de los periódicos pregonaron la normalidad, la ciudad no se vio libre de zozobra y ansiedad ocasionada por los tiroteos en los diversos barrios o el temprano bombardeo de la aviación republicana.  Nada conseguía ocultar la inseguridad de los primeros días y es que, sobre todo en esas fechas, la venganza en forma de los temidos “paseos” y homicidios por odio era algo frecuente.  Se percibía como reacción consiguiente a la guerra civil el apoyo decidido a la causa de los denominados nacionalistas y la resistencia de quienes en el argot del momento eran “los rojos”, los adversarios, los que en el pasado inmediato ostentaron cargos, militaban o simpatizaban con la izquierda.  Antonio García de la Quintana era por consiguiente “un rojo”.

El alcalde socialista había permanecido escondido en casa de los hermanos que no pertenecían a su mismo partido, primero en casa de Cándido, después en la de Manolita.  El traslado lo pudieron hacer sin contratiempos.  Brígida se puso el velo como si fuera a misa temprano en la mañana y se agarró del brazo de su esposo que por todo disfraz utilizaba unas gafas.  Así hicieron el trayecto de la calle Montero Calvo, antes de Caldereros, a la de Claudio Moyano, antes de Alfareros, que era un buen trecho de historia gremial que recorrer a pie, sin más contratiempo que el de ver cómo quemaban los muebles y los libros de su amigo Federico Landrove, Diputado a Cortes con un historial brillante.

Una vez escondido en casa de su hermana Manolita, el alcalde pasó un gran susto porque a ésta sí fueron a registrarla.  Afortunadamente pudo salir a uno de los balcones que hacía esquina en la casa y disimular que leía el periódico y, como la persiana estaba caída, a nadie se le ocurrió revisar allí.  Los otros hermanos no pudieron auxiliarle.  María fue destinada a un pueblo recóndito, Olmos de Peñafiel, y su esposo, Poli, fue encarcelado; Amelia pagó muy caro su temperamento extrovertido con las clientes a las que cosía.  Contó un chiste a una de ellas en el que llamó “hijo de puta”  a Franco.  Fue denunciada y pasó tres meses en prisión.  En su casa dejó seis hijas a cargo de un padrastro y fue todo un drama…. adorado.  Su madre temía que doña Emilia, de ideas políticas diferentes a las de su marido, tomara represiones con ella, después de aquel “pitote” que la pequeña formó cuando la quisieron cambiar de grado.  Su nuevo destino fue el colegio de La Enseñanza de las Hijas de María, pero había un gran problema, iba a cumplir nueve años y no estaba bautizada.  Dada la situación, el tío Augusto y Patro, la antigua portera del Colegio Notarial, la acompañaron con vela en mano a la iglesia para actuar de padrinos, y ya, para que la beatificación familiar fuera completa, recibió también la confirmación junto a sus hermanos mayores.

La ceremonia tuvo lugar en la capilla del Palacio arzobispal y para ellos solitos, pues el  arzobispal Gandásegui siempre fue buen amigo de su padre.  Se decía de aquel vasco regordete que había vendido su lujoso dormitorio para darle dinero a los pobres y que en las visitas que realizaba a los barrios aceptaba las invitaciones de los obreros a tomar un vino, por todo ello le habían dado el calificativo de “rojo”.  España volvía a hacer un país católico, apostólico y romano cien por cien como en los tiempos de los Reyes Católicos, no en vano el “movimiento Nacional” tuvo un carácter de cruzada patriótica y religiosa desde el primer momento.  Todos sabían que Franco se hacía acompañar del brazo incorrupto de Santa Teresa de Ávila como un amuleto de la buena suerte, pocos interpretaban que el ideal metafísico, le permitía eludir el enojoso ejercicio de la racionalización.

La machacona enseñanza de la religión que se impartía en los colegios no daba más que una capa de conocimientos rígidos, secos e imponentes para profundizar en el alma de las educandas.  Todo se limitaba a severas advertencias, amonestaciones trágicas sobre el castigo eterno y el cumplimiento de unos ritos sociales que entretenían a aquella niñez triste.  El fracaso de las escuelas religiosas de la época se haría después palpable en la indiferencia, el menosprecio y la hostilidad que se manifestaron veinte años después cuando la generación de la postguerra o la de “los hijos de los vencidos”, como muchos denominaron a los herederos de “los rojos”, pudo expresar abiertamente la opinión que les… otro lado tan infatuada y alejada de la realidad que ahondaba definitivamente la distancia  entre las generaciones.   Una represión profunda, agravada por falta de recursos impidió la explosión colectiva que se dio más tarde.

El cumplimiento de los preceptos eclesiásticos era para todo un rito ordenado que alteraba la monotonía del reglamento escolar.  Las procesiones se desarrollaron sobre el desaparecido Carnaval, los meses dedicados a uno u otro santo, las misas solemnes, las comuniones fastuosas, los bautizos lujosos encubrían la ausencia de actividades escolares, de fiestas juveniles, de bailes.  La niñez de Tere fue por lo tanto beata, sombría, regulada por los tabúes sexuales, por el imperio de lo prohibido, del pecado, del miedo al sexo contrario, por la ignorancia supersticiosa de la sexualidad, del amor, del compañerismo, de la amistad.  La juventud no tenía ningún principio moral, porque la moral era lo religioso permitido; no podía enfrentar la relación de los sexos, porque estaba aislada, encerrada en el muro de las advertencias y prohibiciones de los mayores.

El nuevo Colegio estaba lejos del centro.  De repente surgió un gran inconveniente nadie de la casa podía llevarla y recogerla, Tere no supo por qué.  Pero todo se solucionó gracias a la Madre María  Petra que con gran interés le procuró la compañía de dos alumnas suyas muy cariñosas, María y Maruja, que hicieron de niñeras para llevarla y traerla.  La incluyeron en la cuarta sección de la planta baja, donde se ofrecían las clases gratuitas, con compañeras mayores de edad, trece y catorce años, y en conocimiento.  Como el curso había comenzado y no había pupitre libre, su lugar era el estrado, sentada a los pies de la Madre María Petra.  Lo único que compartían con los estudiantes de pago del primer piso era la Capilla, pero unas sentadas a la derecha y otras a la izquierda, como si no fuera suficiente la diferencia establecida en el uniforme; las de azul marino y cuello blanco almidonado miraban siempre por encima del hombro a la bata blanca.

La abuela Sole, además de sorda se había hecho miedosa debido a los acontecimientos y gustaba de la compañía de una antigua amiga de Ureña que tomaba….. frutas, estaba fichada por la policía por admitir prostitución en su casa, por el contrario agradecían que la abuela estuviera entretenida en momentos en que poca o ninguna atención se le podía prestar.  Estaba enterado de todo, por supuesto, así que cuando la detuvieron por un lío de menores en su casa ofreció, a cambio de salir libre, entregar al alcalde. Y así fue.

La cárcel estaba a rebosar, en cada celda siete hombres para dos catres, así que los familiares les procuraban un colchón.  Por la noche todo el suelo era una cama, de día los colchones se recogían con unas cuerdas y servían de asientos.  Los familiares llevaban la comida en unas cestas que luego tenían que recoger en largas filas.   El colchón del alcalde tardó en llegar, qué bien dormían los guardias en él; la comida tampoco la recibió, sólo le llegaban los cacharros vacíos, así que advirtió a su familia que no se pasara trabajo.  No obstante los paseos de la familia a la prisión eran frecuentes, sin importar la distancia que había que recorrer a pie.  A los pocos días se contagió de sarna en las duchas.  La pomada que se daba era tan amarilla y grasosa que necesitaba cambiarse constantemente de ropa.  Con razón nadie podía llevar y traer del colegio a la pequeña.

Antonia, que así se llamaba la muchacha de servicio en aquellos momentos, demostró que era una más de la familia más allá de las simples sensaciones.  Siguió sirviéndoles igual o mejor que antes, cuando la situación hizo imposible pagarle el sueldo.  Había resistido largos verano de siega en los campos de Castilla.  Había guisado para todos los de la casa que eran familia numerosa, limpiando el establo, alimentando a los conejos y gallinas, acarreado el agua desde el arroyo, lavando a mano entre las piedras del río y en las tardes de invierno había cosido los calzoncillos…….con cuatro diminutas agujas que dominaban con asombrosa rapidez.   En la ciudad sus tareas se simplificaron, se pulió porque la enseñaron a leer y escribir en casa del alcalde y, a instancia de éste, su marido logró hacerse con un oficio y conseguir más tarde trabajo.  Antonia siempre estuvo dispuesta a arriesgarse por el alcalde cuando estuvo escondido y extrañaba las comidas de su hogar.  Fue fiel, extraordinariamente fiel siempre, aun cuando por su propia subsistencia tuvo que emplearse en otra casa.  Jamás habló a nadie de aquellos carretes de hilo que le pedía el alcalde para coserse él mismo la ropa y que, luego, la devolvía intactos para que se los hiciera llegar a su esposa.  Intuía, pero nunca supo, que debajo de aquel hilo, enrollado con la precisión de la bobina de una máquina de coser, los mensajes más comprometedores y los cuentos más originales, con ilustraciones y todo, acercaban a la cruda realidad a los adultos de la casa y a un rico mundo imaginativo a la pequeña Tere.

Antonio García de la Quintana no podía evitar los muros de la cárcel, pero los trascendía brillantemente.  Desde que se enteró de que la primera acción de los sublevados fue eliminar la legislación más avanzada de la República, interpretó aquello no como una contrarrevolución social, sino como una reacción restauradora de las estructuras tradicionales.  Se trataba de eliminar el acervo cultural de la tradición liberal .  Esta era la significación social e ideológica que atribuía  la “verdadera España” de Franco.  Auguró un largo proceso en la definición e institucionalización del nuevo régimen y no se equivocó en esto tampoco, pues puede decirse que duró hasta 1975.

En el colegio se trataba de silenciar el apellido de la niña, pero aquello fue “un burro tapado con las orejas fuera”, pues los jueves que era el día de visita en la cárcel ella siempre faltaba y las compañeras la decían con guasa: cómo es que sólo te enfermas los jueves.  Aquello la hacía sufrir mucho, pero de aquella escuela pudo sacar cuatro grandes recuerdos: sus niñeras, la monja María Petra y la Madre Casilda, de la clase de labores y bordados.   La Madre María Petra sentía un afecto maternal hacia la pequeña.  La protegía y le daba atención de múltiples maneras.  Le dio las mejores notas, aunque no se las mereciera, de forma tal que nadie se acercaba a jugar con ella, la cogía de la mano, se sentaban…..   mano en su bolsillo y encontraba siempre una golosina.  No dudó en enfrentarse a la Madre Superiora para que las manos de mantequilla de su protegida no tuvieran que fregar con estropajo y asperón el piso entablado del colegio, como hacían las demás compañeras.

La familia empezó a confrontar otros nuevos problemas.  Mientras el  alcalde “se hallaba en Portugal” su hermano Cándido hacía su trabajo en el Colegio Notarial, pero desde el momento que lo apresaron, les comunicaron que tenían que abandonar la casa.  La comida, de repente, se convirtió en un plato de legumbres o patatas con “algo” que daba sabor y la cena en una tortilla de patatas y ensalada.  El poco dinero que había en el banco les fue incautado, así como las fianzas que, como cajero, tenía depositadas en sus dos empleos.  Brígida sólo contó desde entonces con unas pequeñas ayudas de las cuñadas, pequeñas, porque a ellas no les sobraba nada.  El tío Joaquín hizo “la hombrada” de pagar su comida, él, que tantos años vivió recostado de su cuñado.  Mientras se comía sus buenos pichones y conejos, los demás observaban.

La guerra civil supuso un desplazamiento permanente de poblaciones, una pérdida constante del marco vital y familiar, del paisaje y de la calle, una ruptura casi diaria con el pasado.  Por eso para la familia del alcalde buscar vivienda fue lo más difícil.  La ciudad estaba llena de gente; por un lado militares italianos, alemanes y moros a los que irónicamente se les confiaba la tarea de rescatar el nuevo catolicismo.  De éstos últimos se contaba que cortaban la cabeza de los cadáveres que tenían los dientes de oro para luego quitárselos; por otro, mucha población flotante empujada desde las ciudades donde se establecían los frentes de combate.  Algunos caseros, al conocer su identidad no quisieron tratos con ellos y en una ocasión el arreglo propuesto por el propietario fue la vivienda por “la viuda”.  Al fin el matrimonio Sierra les alquiló una casa en la calle de Matías Sangrador, antes del “Jabón”, llamada de aquella manera en honor al autor de la mejor historia de la ciudad.  Estaba cerca de la Plaza Mayor que era el centro neurálgico de la ciudad.   El portal y las escaleras, comparadas a la casa del Colegio Notarial les parecieron la entrada a la Cueva de Montesinos.  Nadie había sido lo suficientemente piadoso para concederles una mano de pintura en muchos años.

Los escalones de madera se arqueaban, se retorcían y crujían como si por allí hubieran pasado miles de peregrinos.  La claraboya central en lo alto del techo del piso donde estaba la solana era lo suficientemente grande para iluminar las escaleras con la claridad del exterior, sin embargo había acumulado tal cantidad de suciedad que siempre parecía de noche, y el primer vestíbulo siempre estaba entre sombras, lo que propiciaba que algunos viandantes, apremiados por la necesidad, hicieran de aquel rincón un urinario público.  La gran puerta de entrada del portal número tres estaba presidida por una impresionante y potente aldaba de metal cuyo atronador sonido en el silencio nocturno de las calles era un “ábrete Sésamo” en caso de que el portero no apareciera al sonido de las palmadas de los inquilinos.  Detrás de ellas podían ocultarse dos personas por lo que las parejas de enamorados sonrojaban más de una vez a los inquilinos que se hacían los desentendidos porque de sobra sabían el aspecto diferente que cobraba la relación entre ambos sexos ante el peligro inminente de la muerte.  El último estucado color amarillo marrón estaba decorado con las manchas de todas las procedencias, y las inscripciones a tinta y a lápiz de todos los matices.  Pero la verdadera desolación la sintieron al entrar en el piso.  Allí había vivido una repartidora de pan con su tía ciega, así que las manos pringosas de la señora estaban por todas las paredes.  A falta de dinero para comprar pintura, hubo que fregar las paredes, con lo que la casa quedó limpia de toda mugre, pero igual de horrorosa.  Lo realmente importante es que era capaz para acomodar a la familia.

Disponían de seis habitaciones más el recibidor, la cocina, el pasillo y el retrete-minúsculo habitáculo presidido por un inodoro y nada más, sin ventilación propia, pues sus dos ventanas daban la  una a un dormitorio y la otra a la cocina que era enormemente grande con un balcón acorde a sus dimensiones.  La distribución pecaba por el despilfarro de metros cuadrados.  Un pasillo largo, desde donde se pasaba a un cuarto, cocina, retrete y comedor que, a la larga, hizo funciones de cuarto de estar.  Los dos únicos balcones al exterior daban a la calle Matías Sangrador, calle más bien estrecha por lo que era muy fácil llevar conversación entre  balcones; al pasillo daban dos cuartos sin ventilación el uno, y con una ventanuca que comunicaba con la escalera de la casa, el otro.  El ala izquierda, al final del pasillo, era más señorial quizá por el mirador y el balcón todopoderoso desde los que se podía dominar la vida de cuatro calles que confluían en forma de cruz en la Plaza del Ochavo, al fondo se dominaba toda la calle Platerías, antigua sede del gremio medieval de plateros, y la iglesia de la Cruz que era su punto final.

La procesión del Domingo de Ramos arrancaba de aquella iglesia, asía que Teresita que tenía ya hasta el cuerpo espirituano, se extasiaba observando “La Borriquilla”, las galas de las niñas portando las palmas y la banda de trombones, trompetas y tambores de la guardia civil, que aun en un día de alegría sonaba profundamente triste o al menos ella captaba así sus sonidos.  Además aquel final obligado de los brazos en el alto, mientras se entonaba el himno nacional interrumpido por las VIVAS a España, el caudillo, el Ejército y el señor arzobispo, no le gustaba.  Por qué no estaría su padre con ella para explicarle aquella repelente mezcla.

De la inmensa estancia de ala izquierda se pasaba a un cuarto señorial, con puerta de dos hojas, que se convirtió en el santuario de la casa por aquello de que los chicos sólo podían entrar cuando la madre les pedía que le trajeran algo de allí.   Sólo entonces abrían la puerta sobrecogidos y reparaban en las fotos del padre; la una develando la estatua que hizo el escultor Emiliano Barral del poeta y educador Núñez de Arce, a solicitud saya para la Rosaleda del Campo Grande; otras, inaugurando los viveros o las nuevas escuelas con comedores, primeras de su tipo en España; en la mesilla de noche aquélla que le tomaron junto a las figuras de Pipo y Pipa que presidían en la entrada del Poniente, jardín- parque pensado por él para los niños, decorado con las estatuas de los …. “Lolín” y “Bobito”, verdaderas sorpresas entre estanques con peces de colores y nenúfares, pérgolas inmensas cubiertas con flores blancas y una biblioteca infantil cuya apariencia podía confundirse con una casita de chocolate.  Aquella habitación simulaba la vida de antes, la que no tenía ahora.  Las proporciones del techo correspondían al resto y las lámparas colgaban a más de cuatro metros de altura.

El mobiliario en el resto de la casa era acorde con la instalación: no disponía más que de camas turcas; los baúles sustituyeron al principio la falta de armarios y del mobiliario más elemental.  Los sillones del comedor, a pesar de los múltiples y reiterados remiendos que la abuela se empeñaba en añadir a los anteriores, constituían un tormento a la más mínima estética, pero Tere se sentía cómoda cuando se acurrucaba en ellos y vivía particularmente feliz cuando las tareas que ya eran de su responsabilidad la permitían leer, atravesada entre sus brazos, algún tebeo que sus hermanos mayores la llevaban de vez en cuando.  Intentaba superar su soledad y afán de cariño, mientras las mujeres adultas de la casa batallaban diariamente contra la miseria y el miedo.  Al menos no habían escuchado de labios de ningún vecino la frase heladora de aquellos otros”: Qué buen tiempo para matar a los cerdos”.

Nada era igual para Tere.  Nada, salvo la manía de mencionar los repetidos desórdenes políticos que ella no entendía muy bien.  Al parecer aquella obsesión abarcaba España entera.  Sin embargo, para ella y su familia era ya una costumbre.   El hecho de encontrarse la provincia en la zona nacional y a distancia de los frentes de guerra hizo que la población que no había sido movilizada viviera en condiciones propias de la retaguardia, conviviendo a toda hora con las concentraciones y los actos de los falangistas en el teatro Calderón de la Barca como su principal centro divulgador.  La Falange, calcada sobre los modelos fascistas y creada desde 1933, seguía las normas de José Antonio primo de Rivera basadas en la “dialéctica de los puños y las pistolas” y en que “el mejor destino que podía tener una urna electoral era ser rota”.  Las calles de Valladolid estaban llenas de sus camisas……   vivieron en sacrificios, las colaboraciones y el desasosiego.  Entre disturbios y aprensiones siniestras, Tere llegó a imaginar que todo aquello era lo corriente, que se producía como se producía el aire, y estaba allí, como estaba el sol, o la luna o las nubes o la casa de enfrente.  Era evidente que algo funcionaba mal, pero a fuerza de oírlo ni siquiera preguntaba la causa.  Como los hechos surgían al mismo tiempo que se desarrollaba su uso de la razón, jamás provocaban su curiosidad: los aceptaba, los padecía o los ignoraba.

Tere crecía sola en el reducido ámbito familiar.  Del cedazo barrido por la guerra la familia había quedado como un islote aislado.  Nadie parecía recordarlos y eso les daba la impresión de haberles conservado la vida, pero por otro lado nadie les acompañaba.  El núcleo de amistades, reunido muy lentamente, estuvo formado en un principio por personas que soportaban igual carga de destrucción material y moral, por ejemplo aquellas tres mujeres solteras, Cari, Pepita y Juanita, capitaneadas por doña Josefa, su madre, que alquilaron, al poco de llegar ellos, el segundo piso y lo convirtieron como por arte de magia en escuela con tres grados, para lo cual fue necesario reducir su vivienda personal a dos habitaciones.  Su padre había salido trastornado  de la cárcel y murió al poco tiempo.  Era de los mismos ideales que el alcalde.  Por si fuera poco aquel olor a berzas y  coles que salía de su cocina e inundaba nauseabundamente la escalera establecía claramente la situación que atravesaban.  La empatía fue instantánea y los lazos que se abrieron transcendieron hasta los nietos de Brígida Hernández, los hijos de Tere que tuvieron no sólo la suerte de educarse en su férrea disciplina de maestros al uso, también las de apreciarlas como seres humanos luchadores, esforzados, íntegros, y reconocer la madera única de la que se hicieron tantas mujeres en la posguerra, como ellas, como su abuela, como su madre y su tía Carmen.

Junto a ellos vecinos y otros amigos de condición similar siguieron arrastrando la miserable vida que el destino de vencidos les había impuesto.  Caso aparte fue “Los … de la calle Santiago, gente gallega, trabajadora, ahorrativa, que llegado el momento, no dudaron en prestar dinero de Brígida, sin que las circunstancias les dieran ….

La hasta entonces niña pequeña empezó como la mala hierba a la vez que adelgazaba, tanto que su padre se preocupaba desde la cárcel por su alimentación.  Sus hermanos, muchachos al fin, comenzaron a llamarla “Juanita, la larga”.  Todos sus vestidos y bonitos jersey de angora quedaron inservibles y su madre la cubrió, no la vistió, como pudo: le cortó un vestido de tela de sábana dura y tiesa; otro de tela de panamá a cuadros rojos que antes se pensó destinar para un mantel; una falda de un vestido viejo de la abuela Sole; un jersey con lana de dos colores que se había obtenido a costa de deshacer otro más viejo y un abrigo de otro que le quedaba más pequeño al hermano.  Todo el ajuar estuvo confeccionado por dos aficionadas, amigas de Brígida, así que el desfavorecimiento no podía ser mayor.  Para colmo el día que llevó al colegio el vestido rojo sus compañeras le dijeron que sólo le faltaba que le pusieran el plato de la comida encima.

Las humillaciones eran constantes.  Una vez que se hallaba comiendo moras de un árbol, cosa insólita, sus compañeras la invitaron a jugar.  Ella sintió que se le abrían las puertas del cielo.  El juego consistía en un rollo de papel del cual se iba tirando con los ojos vendados y lo que hubiera allí escrito era lo que la niña iba a ser en la vida.  Ella tiró hasta que notó una presión que la impedía seguir.  Se quitó la venda y vio  a sus compañeras muertas de risa murmurando: “Huy, lo que va a ser…mujer de la vida”. Rompió a llorar estrepitosamente.  “Su monja” no tardó en llegar corriendo y con las en pompa al rescate.   -Qué pasa aquí, qué habéis hecho a esta niña.  –Nada madre, es que esta niña es boba.  Les arrancó el papel y según leía enrojecía de indignación.  Se la llevó a un banco en silencio. –Hija, tú qué entiendes por mujer de la vida.. Inocentemente Tere le contestó que mujeres de la vida eran las que ella veía camino al colegio- aquello era entonces un barrio de gente humilde-, sentadas en el portal de la calle cosiendo.  Le dijo que a ella no le gustaría ser como esas mujeres, que quería coser en una habitación de la casa.  María Petra era joven y bonita, pero la expresión que le devolvió a su protegida era hermosa como la de una virgen.  Entonces le apretó las  manos para transmitirle toda la seguridad del mundo.- Ay, Teresita reza para que Dios te lleve de este mundo.  Y Teresita sin demasiada conciencia del alcance de sus deseos.

Otro episodio normal en su vida fue que la contagiaran de piojos, pues a su sección asistían niñas humildes, la mayoría hijas de hortelanos, que no iban aseadas.  A la desidia de muchos habitantes, así como a la falta de médicos, de enfermeras de cuidados sanitarios, de medidas eficaces de profilaxis se debían sólo los piojos imparables, también el tifus, la viruela, el cólera y las diarreas estivales, la sarna, el tracoma, la tiña y la tuberculosis que unida al hambre general provocó tales estragos que España entera dio aquellos años el más alto índice de mortalidad de Europa.  El raquitismo por falta de proteínas y avitaminosis crió una generación casi enana, que obligó a aceptar los hombres de un metro cincuenta de estatura en el servicio militar.

En tal estado de cosas Tere no se libró del tifus exantemático, mejor conocido por “el piojo verde”. Un día, después de la ordinaria sesión de la peinilla que le pasaban por el pelo, como si fuera un rastrillo, a falta de D.D.T., se desmayó y empezó a tener hemorragias por el ano.  En pleno invierno, le ponían hielo en el vientre.  Más de una vez creyeron que era ya cadáver.  Todos la velaron hasta que se recuperó milagrosamente, pero a los tres meses de reposo se levantó sin saber andar.  Lo más gordo de su cuerpo eran los huesos de las rodillas y el pelo se le caía en manojos.  El médico advirtió que, si bien había salido de una enfermedad, estaba al borde de otra, la tuberculosis; que necesitaba alimentación y cambios de aire, dos recetas casi imposibles en aquella época.  Pero se las arreglaron.  La madre buscó a una antigua amiga de su pueblo que regentaba el Hotel Imperial para que le hiciera el favor de venderle un filete de carne.

El cambio de aires consistió en que su tío Cándido la llevó junto a toda su familia a una casa que le cedieron en la firma “La cerámica” donde él trabajaba.  Muy cerca había unos barreros de donde cargaban la tierra para hacer ladrillos y allí se la pasó Tere jugando con sus primos y con los hijos de otros obreros que allí vivían, cazando mariposas, cortando el rabo de las lagartijas y deslizándose por los montones de tierra.  Así empezó a medrar su cuerpo y le creció a la par un pelo hermoso y ondulado.     Pero mucho antes de que su cuerpo fuera abatido peligrosamente por el tifus Tere quedó huérfana de padre por obra y gracia del tribunal militar que sentenció al alcalde socialista a dos penas de muerte para que no hubiera un dios que le librara de rendir cuentas al régimen.

El juicio fue un digno ejemplo de cómo se conducía la justicia en la España franquista.  Aunque el propio acusado asumió su defensa, no se tomó declaración a ninguno de sus testigos de los cuales estaba atestada la sala: prestigiosos industriales, personas monárquicas, pero liberales, la Superiora de las Hermanitas de los pobres y representantes de otras comunidades de clausura a las que el alcalde había socorrido con largueza, aun de su bolsillo propio.  Todas aquellas personas demostraban con su sola presencia que aquel hombre más que el alcalde socialista fue el alcalde de toda la ciudad.  Únicamente se oyó a un testigo de cargo.  El juez Fajardo, que tenía fama de hiena, dirigió la farsa y dictó doble sentencia de muerte.  Después de ocho meses de cárcel: Culpable por el delito de rebelión militar; culpable también por ser un “sin Dios”, un “sin Orden”, un “anti-español”, según el barroquismo ramplón de la prosa falangista.  Qué caro pagaba  Antonio García de la Quintana las expropiaciones hechas a los jesuitas para construir escuelas, pese a ser éste un simple ejercicio avalado por la constitución.  Habría alguien más con dos penas de muerte.

Los intentos para revocar las sentencias fueron de diversa índole.  Por un lado Brígida pidió dinero prestado para trasladarse a Burgos y rogar a Franco por la vida de su esposo, pero sólo logró ser recibida por su secretario y sentirse parte del clamor desesperado de muchas familias más, cuyos hombres se habían salvado de los temidos paseos y redadas a cambio de una agonía más lenta, le del Tribunal Militar.  Valladolid era entonces la sede del Gobernador General del Estado y del alto tribunal de justicia militar desde que Franco fue proclamado Generalísimo y jefe del Gobierno del Estado.  La Junta Técnica del Estado presidida por aquel, ejercía funciones de inspección de las provincias ocupadas, entre Salamanca, Burgos y Valladolid, y era todo un ejemplo de la dedicación de Franco al control de la retaguardia.

La atribulada mujer habló también con los líderes de la Falange, mientras los arzobispos de Valladolid y Burgos escribían sendas cartas a Franco en demanda de perdón.  Desde la zona roja, los republicanos hicieron dos tentativas a instancias de un hermano del embajador de España en Francia que había sido compañero de la celda del alcalde.  Luego de ser canjeado él y toda su familia por otros presos políticos no cejó en gestionar desde la otra zona la liberación de su amigo.  Lo único que se consiguió fue que se eliminara una de las penas de muerte y que la familia pudiera visitarlo en “Comunicación especial”, es decir entre dos rejas con telas metálicas, lo suficientemente separadas para que entre ellas se paseara un guardia civil.  En la sala sólo cabían tres presos y sus respectivas familias, pero sin lugar a dudas era mucho mejor que antes, pensaba Tere, cuando entre tanta gente era difícil entenderse.   A ella se le quedó grabada la distinción de su padre, su gran personalidad, que transcendía aquella prenda de vestir, un “mono” de obrero, que había solicitado a su mujer.  Qué era Franco, al lado de su padre por más Duque de España que le quisieran hacer las mentes arrodilladas… !un asesino!, oía rumiar a su tío Joaquín.

Un día llamaron a la puerta y la madre empezó a sollozar- Vístete hija, vamos a dar el último adiós a papá.  Ella, sin darse  perfecta cuenta de lo que aquello significaba, empezó a llorar también y se vistió.  El tío Augusto que fue el único pariente que se mantuvo firme en aquellos momentos- todos los demás se pusieron enfermos- recogió a la familia en un taxi.  Encontraron al alcalde en una habitación con un solo banco, acompañado de dos sacerdotes, quien sabe sí por lo de la pena de muerte.  Al fondo había una puerta abierta que permitía ver el piquete que le iba a fusilar haciendo guardia.  La pequeña se sentó en sus rodillas.  Todos lloraban menos él.  La acarició entrañablemente, mientras las venas de sus sienes hinchadas como dedos y palpitantes como el mismo corazón, delataban lo que aquel hombre pasaba por dentro.

 

Y tú, muñequita…. No me llores.  El papá se va, mejor dicho, lo llevan tan lejos que no podrá comprarte golosinas, ni dar dinero a la mamá para que te haga vestidos bonitos.  El papá espera verte después de su viaje.  Dios, que es muy bueno, permitirá que te vea cuando juegues con tus amiguitas, cuando estudies y obedezcas a tu mamá, cuando reces.  Entonces, cuando hagas eso, cuando seas buena, no sólo te veré desde muy lejos, sino que te sonreiré como si estuviera a tu lado sin que tú lo notes, hasta te haré cosquillas como en nuestros mejores días, como en aquellos días venturosos en que me estaba permitido jugar contigo.  También tú podrás verme.  Cuando juegues, cuando reces, cuando seas aplicada, si cierras los ojos y te acuerdas de mí, me verás en lo alto, muy lejos, sobre las nubes, riéndome contigo y enviándote besos con las manos.  En cambio, cuando te enfades, o riñas con tus hermanos o desobedezcas a tu mamá, o estudies poco, o discutas con tus amiguitas, o reces poco y con desgana.., si cierras los ojos me veras muy enfadado.  Si te fijas un poco, verás que muevo los labios y que digo: “ya no te quiero”, y a continuación verás que lloro mucho porque mi muñequita es mala.  Pero no lo serás, verdad, Teresina, que serás buena, que no me harás llorar? Yo te prometo que, si eres buena, la Virgen y todos los angelitos, que quieren mucho a los niños, ayudarán todos los días a tu mamá, a tus hermanos y a tus tíos para que, al marcharme yo, no te falten las cosas que te gustan y que a mí, pitusilla, no me dejan ya llevarte unos hombres que no conocerás nunca.  De ellos sólo te importa saber que no son hombres malos.  Son hombres como tu papá que tienen niños como tú, que llorarían si, como yo, tuviesen que abandonarlos…, pero que ahora no se acuerdan de ti, ni de sus hijitos, ni de sí mismos, porque el estruendo terrible de la guerra les ha privado de memoria y los ha enloquecido un tanto.  Cuando al torno de la paz recobren su memoria y la cordura, es seguro que, dolidos del mal que innecesariamente te hacen, se acercarán a ti y te acariciarán con caricias que querrán imitar las mías.  Si lo hacen, y lo mismo si no lo hace, reza por ellos- como lo harás, verdad?, por mí- para que Dios les perdone, que bien les son ellos menester.

El padre Cid con su enorme tripa contenida por una banda azul, la sacó de allí luego de desasirla de los brazos de su padre con gran esfuerzo.  Tienes que dar gracias a Dios porque tu papá va a mejor vida.  Pero a su papá no se lo lleva Dios, se lo llevaban los hombres, qué mejor vida era esa.  Miró su barriga y sintió asco.  Luego regresó a casa con el resto de las mujeres, pues los hombres salieron caminando desde allí al cementerio.  Antes que ellos llegó el cadáver que al hijo mayor le tocó reconocer aún caliente el cuerpo.  A Tere se le grabó la cara de su hermano cuando regresó a casa y se abrazó a su madre.  Al día siguiente lo movilizaron al frente, fue destinado al cuerpo de infantería.  De esta horrenda manera la conciencia de que se estaba viviendo una guerra larga y que, a gusto o no, había que instalarse a ella, sucedió a la creencia familiar de vivir una situación transitoria.  Nuevas pautas de comportamiento vinieron.

Como el alcalde no había fallecido de muerte natural, la viuda no recibió la pensión de la Mutualidad.  También le denegaron la ayuda que daba para entierros y lutos la Sociedad a la cual había pertenecido como Presidente honorario.  Tiñeron sus ropas en casa.  Un nuevo orden de vida comenzó, lo anterior fue un preludio cruelmente grabado en el ser de cada miembro de la familia, después hubo que atender las secuelas y las mujeres principalmente se encargaron de eso.  Al tecleo de la máquina de escribir del padre, sucedió el pedaleo de la máquina de coser de la madre con el que fue ganando para comer y más tarde, gracias a unos patrones de uniformes militares que trajo el hijo del cuartel,  para vestir.  La tela empezó a sobrar a montones para vestidos y con la de forro se confeccionó ropa interior para todo.  La monotonía de la máquina sólo era interrumpida por la radio: Italia, Alemania y Portugal reconocían el gobierno de Franco; corría el verano de 1937 y él pacientemente emprendía la conquista de todo el norte aprovechando la ayuda de la legión Cóndor de Hitler y del Cuerpo de Ejército Italiano; Guernica jamás fue bombardeadas por ellos, sino por los mismos vascos incendiarios, era el mensaje más repetitivo.  La guerra de ondas fue una constante en los tres años de conflicto.  Los mensajes en clave al campo adverso eran comunes, por eso había noticias que nunca se tragarían.

Mientras tanto, en la zona republicana se hablaba de las dos Españas, la de Franco  y la de Machado, siguiendo a León Felipe; también de la antinomia Cid- infantes de Carrión, recreada para la interpretación del momento por Antonio Machado.  La película “Sierra de Teruel” empezó a rodarse bajo la dirección de André Malraux.  Otra cosa era la zona nacional donde se prohibieron las películas de Chaplín, pero no las de Clark Gable, Joan Crowford, Ginger Roger y Gay Cooper; un Manuel Machado publicaba sus Horas de Oro dedicadas a Franco y aceptaba el nombramiento de académico de la lengua de la mano de Pemán, convirtiéndose así en el poeta del nuevo régimen.

Cuando acabó la guerra.  El hermano, por ser hijo de viuda fue de los primeros licenciados.  Terminó su carrera de leyes con matrículas de honor, sin edad suficiente para ejercerla, y se licenció con Premio extraordinario.

 

Hijo, mi muerte echa sobre tu conciencia responsabilidades impropias de tu edad y sobre tu corazón tristezas que ahogarán tu legítima alegría juvenil.  Hijo mío, extrae de tu alma fortaleza y consérvate sereno, resignado y animoso.  Deberás trabajar.  En el trabajo que sea pon tu gusto y lealtad.  Sé, ante todo, un hombre laborioso.  No hay trabajos indignos.  Si son útiles, todos los trabajos, aún los más humildes, dignifican.  Ahora acepta cualquiera, el más accesible, deberás ayudar a tu pobre madre, y a esa finalidad deberás sacrificarlo todo.  Pero, no olvides tus estudios.  Continúalos.  Los de derecho u otros que estimes convenientes, o más fáciles, o más prácticos, o más acordes a tus aficiones.  Si te es posible independízate.  A ellos te ayudará el estudio.  Y si, lo que no creo, la adversidad llega al extremo de cerrarte los libros, no te deprimas: independízate mediante el trabajo manual. 

Procura, hijo mío, no destacar demasiado.  En el mundo no se puede tener mucho talento, mucha virtud, ni mucho dinero.  Mejor dicho, si se es talentoso, virtuoso o adinerado, hay que procurar que las gentes no se enteren de ello sino a medias.  Es la única manera de que la envidia- la peor de las lepras- no te dificulte gravemente la vida.  La envidia, antigua como el hombre, común a todos los climas, pero plaga de caracteres monstruosos en las aldeas con pretensiones de ciudades, respeta los vicios si no son excesivamente escandalosos, pero no tolera las virtudes.  Sé, sin embargo, virtuoso, hijo mío.  Sólo por respeto a ti mismo y como acatamiento a Dios, a quien te recomiendo que confíes la reparación, en el más allá, de las terribles e irremediables injusticias humanas y el premio adecuado de tus virtudes.  Te encarezco que seas religioso, esto es, que asimiles la moral cristiana y que, sin exageraciones beateriles que son en buena parte mera simulación, acomodes a aquélla tu diaria conducta.

No te entregues a causas políticas.  Huye de la política activa como de la peste.  Cumple sin regateos tus deberes cívicos y patrióticos, pero no pases de ahí.  Concentra a todos tus fervores en la profesión que elijas, en tu madre y tus hermanas, en tu hogar, después.  Desconfía de las multitudes, lo mismo de las bien vestidas que de las mal vestidas.  Aplaude mientras “sienten” que sus pasiones son servidas.  Pero son capaces, al día siguiente, de gritar, como en el drama bíblico: “crucifícale”.  Y aún de añadir a ese grito otro más infamante aún: “libera a Barrabás”.  Sé generoso, pero con prudencia.   No hagas lo que yo, que lo di todo: lo nuestro, lo ajeno; esfuerzo, tiempo, alegría, dinero, vida…

Entrégate por entero a  tu pobre madre.  Hasta donde tú alcances haz porque no note demasiado mi falta.  Sométete a ella.  Ayúdala. Respétala.  Cuando puedas aconsejarla hazlo de modo que no sufra que tus hermanas no le pierdan respeto.  Quiero que aceptes su autoridad como decisiva.  En lo fundamental, querido, tu madre acierta siempre.  Lo que le falta de cultura, le sobra de intuición.

No consideres nunca enojosos estos consejos.  Aunque eres realmente bueno, es seguro que no te estorbarán.  Si los consideras, no obstante, innecesarios, piensa que tu padre los escribió en horas de honda preocupación por vosotros, de extrema angustia por su suerte, cifrando en ti, Toñin de mi alma, las mejores ilusiones de padre, ilusiones de moribundo.  Sólo si algún día tienes un hijo varón y varón único, sólo entonces comprenderás con qué entrañable emoción te aconsejo, con qué hondo cariño te quiero.

La hermana mayor que ya era muy atractiva a pesar de no ser guapa por fin eligió entre sus múltiples pretendientes a un amigo del hermano, que parecía un gitano señoron por su tez, su porte, sus maneras, su aficción por el cante hondo, y el afecto “de sangre” con que se unió a su nuevo clan.

 

Tú eres ya una mujercita, por ello quiero que escuches esto: no hay nada más estimable en la mujer que la honestidad y la sencillez.  A las mujeres que no son sencillas, ni honestas, en ocasiones, se las corteja y se las celebra, pero no se les ama.  No te prodigues ante la gente. Sé recatada.  Diviértete seriamente.  La diversión y la simpatía no son, ni mucho menos, incompatibles con la formalidad.  Por el contrario, la formalidad hace a aquéllas más agradables.

Sé laboriosa, muy laboriosa.  Verás que en cuanto tomes costumbres, te entretiene y agrada el trabajo, cualesquiera trabajo.  Aunque sea el más humilde.  Si vieras con qué gusto barro mi celda, friego cuando me corresponde los cacharros comunes, hago mi cama y hasta lavo mi ropa.  Santa Teresa decía que Dios está entre los pucheros.  Con esas palabras, aparte de aludir a la efectiva presencia de la Divinidad en todas partes, Santa Teresa quería dar a entender que todos los menesteres, aún los más humildes son dignos de nosotros, que todos ellos deben realizarse con agrado, que, elevando un poco la intención, los más humildes son también los más gratos a Dios.  De todos modos de ti dependerá tu propia elevación.

Ya sé, ya, que mi ausencia, a ti como  a tu hermano, os va a dificultar un poco la vida, que sin mí os va a costar gran esfuerzo abriros paso.  Pero, no te decepciones por ello, al contrario confía en ti, en tu esfuerzo, y cuando consigas, de ese modo, una posición estimable, ya verás con qué íntima complacencia lo saboreas.  Lo indudable, querida, es que tendrás que trabajar en casa y fuera de ella.  La más grata satisfacción que podrás darme es prometerme que todo ello lo harás con gusto y que, de vez en cuando, leerás atenta estos postreros consejos míos en los que pongo, volcándola en ti, toda mi alma, amada Carmita.

El cambio de Tere  de calcetines a medias fue preciso y necesario para comenzar un nuevo trabajo en una sociedad que surtía de agua al pueblo de Miranda de Ebro.  Su tío Cándido trabajaba allí de contable, y en cuanto supo de la plaza vacante, llevó la oportunidad a la casa de su hermano.  Tere pasó el examen de rigor con soltura.  Había aprendido bien en las clases nocturnas que particularmente tomaba.  Su trabajo consistía en hacer los recibos, dar las altas y bajas en el fichero y hacer las cuentas de consumo cuando mandaban las facturas; también contestaba las cartas del encargado en Miranda.

Al llegar a la casa la esperaba otra tarea.  Su madre ahora hacía camisas de hombre y los ojales la esperaban.  Había días que eran más de cien, pues entonces se estilaban los cuellos almidonados y había que hacerlos aparte con ojales para sujetarlos a la camisa por medio de unas polcas chiquitas.  Eran tantos y tantos que soñaba con ellos.  Sin embargo un apuesto joven con nombre y acciones de ángel iba dibujándose, erigiéndose sobre ellos con la magia del amor, de un amor que sería para todo el resto de su vida.

Su niñez finalizaba a la vez que en la casa la situación económica se fue estabilizando.  Con el hermano abogado, la hermana casada y el trabajo de la madre reconocido y solicitado por su perfección y formalidad Tere empezó a vestir mejor, a comprobar que su conjunto era agraciado, que todas las marcas de la guerra la habían dejado, no obstante su sello trágico y su recuerdo brumoso, un rostro con una dulzura irradiante, encantadora y magnética.  Empezó a recibir piropos y a sentirse mujer, no obstante continuar siendo la hija del alcalde.  Connotación que fue, a la par que el mayor orgullo, un sufrimiento invisible hasta que la dictadura cayó y los socialistas, bajo la sombrilla monárquica, volvieron al poder.  Entonces el dolor latente de Tere volvió a cobrar carne y   despertó, pero esta vez para ver el nombre de su padre rehabilitado, enaltecido, difundido en la prensa, grabado en calles y edificios, como el ejemplo que los nuevos líderes socialistas deberían seguir y de las aspiraciones que debían animar a los vallisoletanos.

Tuvo ocasión de ser diputada, pero ni siquiera quiso ser utilizada para ninguna propaganda de campaña.  De sobra entendía que el socialismo de su padre era ya más “histórico”, que actual.  Ah, si mi padre levantara la cabeza, se volvería a la tumba- pensaba mientras develaba el busto de Pablo Iglesias, obra de Emiliano Barral esculpida en granito que mantuvo escondida en la leñera de su casa hasta que murió Franco ya que todos sus intentos de hacerlo desaparecer a marronazos fueron infructuosos.  Lo había donado con motivo de la inauguración de la Casa del Pueblo, antiguo sueño de su padre.

Haciendo propias las experiencias vicarias que la transmitían los oradores de la ocasión, compañeros de prisión algunos de ellos, le escuchaba como antaño decir a la matrícula de asociados: “Abrigamos la pretensión de que cada socialista, cada trabajador, cada ugetista, sea un obrero culto y competente, exacto en sus obligaciones, exigente en sus derechos, digno en su conducta, ciudadano y hombre nuevo en suma”.

El tiempo pasó.  Junto a su esposo y su hermana incursionó con éxito en el mundo industrial dirigiendo el restaurante de más solera de la capital, “La Viña Castellana”.  No cabía duda de que el alcalde, en las cartas que escribió a sus hijos desde la cárcel, lo había previsto todo: sufrirían, pero se levantarían de la nada.  Su mentalidad administrativa se desarrolló e invirtió sabiamente su capital hasta el punto de poderse retirar holgadamente y disfrutar a los sesenta todo lo que no pudo en la juventud.

De visita anual al cementerio el ocho de octubre, Tere se sorprendió al encontrar frente a la tumba de su padre a un hombre desconocido en actitud afligida y pensativa, observó a los pies de la tumba una ofrenda florar fresca obviamente de él.  Se le acercó… García de la Quintana, curioseando en el nombre de la escuela, se había sentido tocado profundamente por el final trágico de un hombre cuya vida delataba simple y sencillamente la de un magnífico servidor público que entusiasmado por la educación nacional buscó la colaboración de maestros capaces dignificando así la profesión del magisterio.  Se alegró enormemente de conocer a la hija menor de aquel hombre y de transmitirle su admiración.

Tere pensó después de aquel encuentro, el más reciente de tantos y tantos parecidos que la hacían sentir increíblemente vivo a su padre, que hay muertes que no son en vano, que sirven de faro a otros y que su padre,  si bien había convertido para ella el llanto en un deber, en una necesidad de vida- recordarle era como llorar-, le había legado, a ella, a sus hijos, a los ciudadanos de aquel capital, el mejor ejemplo de integridad y dignidad humanas, un  capital espiritual invaluable..

Tere, para sus dos hijos y para todos los que la conocían siempre tendría dos nombres igualmente propios, Tere y “la hija del alcalde García de la Quintana”; dos respiraciones alternas, apoyando tiempo en el tiempo perdido, cuando se le atenazaba el corazón y la niña inacabada que cargaba dentro de su madurez se querían morir de pena en las rodillas de su padre un fatídico ocho de octubre de 1937.