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Notas inspiradas en, desde y por Carmelo Rodríguez Torres

Dra. Carmen Cazurro García de la Quintana

Catedrática UPR Aguadilla

La sensibilidad se pierde cuando uno no sabe mirar atrás. Parodiando al niño descalzo bajo un sol de tradiciones, personaje central de la tercera novela de Carmelo Rodríguez Torres, puedo describir cómo se despertó en mí aquella sensación llena de magnetismo que, gradualmente, me permitiría  leer  en sus ojos de negro todo lo que no había leído en mi firmamento blanco hasta ese momento. Sus conocimientos iban a instalarme en el mundo caribeño del negro esclavizado, de forma que podía revisar la historia imperial de mis ancestros desde la parte oprimida del racismo y la esclavitud. Y toda esta subversión con ayuda de Fuencarral, por supuesto.

Don Ricardo Alegría (1921-2011), que siempre pensó en atrechos y no en autopistas para acceder a la cultura puertorriqueña, facilitaba desde el Centro de Estudios Avanzados, el acceso a una Maestría  en Estudios de Puerto Rico y el Caribe a todos los interesados del área noroeste. El convenio con el R.U.M. ubicó las clases iniciales en el Edificio Chardón.  Allí dos leyendas vivas de la literatura e historia de Puerto Rico, los profesores Carmelo Rodríguez Torres y Juan Rodríguez Cruz, congregaban un nutrido grupo para los cursos iniciales de literatura e historia respectivamente. Ambos me parecieron un tándem perfecto para lo que buscaba por la flama rompedora y nacionalista con que insuflaban sus clases. Ya se lo había dicho a don Ricardo: “Quiero opinar como una puertorriqueña más que sabe de lo que habla y que no se me acuse de etnocentrista”. Con cierta ingenuidad, me presentaba con mis ínfulas de lograr la ciudadanía puertorriqueña mediante el conocimiento de la cultura de este país.

Y en ésas estaba, cuando, después de confundir amablemente mi palidez entre los compañeros, signados más o menos amablemente por el sol del trópico, alguien avisó que el profesor había llegado. Lo que acerté a ver primero fue un inmenso y orgulloso afro ambulante, luego vi un torso fornido y pujante dentro de una guayabera blanca impecable y, por fin, un rostro de expresión adusta que, no obstante, dibujaba una sonrisa amable y dedicaba palabras de salutación con un lento pestañeo de complacencia a la atención que suscitaba. Entonces, anticipando que ya era parte de su corte de estudiantes, me quedé esperando que me diera la mano de negro para yo darle mi mano de blanca sin saber que estaba invirtiendo un pasaje de la novela citada con anterioridad.

Hilos de correspondencia. Pronto me acaparó el verbo enérgico, inyectado de poesía, que se filtraba a raudales en su seria afabilidad. Así fue apareciendo ante mi sorpresa una generación, la del 30, que tanto me recordaba al 98 español, entre otros puntos de interés en los que Carmelo Rodríguez relacionaba la literatura española con la puertorriqueña a la velocidad  fulminante de un relámpago. Dominaba la literatura española y la explicaba no sólo con detalle, cosa que su Doctorado en Estudios Hispánicos hacía posible, sino con verdadera fruición, en particular cuando había algún matiz racial. Disfrutaba enormemente con los primeros personajes negros de la literatura española a los que aludía con citas que luego, al profundizar en su obra, pude encontrar como motivos preliminares de sus cuentos; citas como éstas: “Et porque la cosa prieta non es tan apuesta como la del otro color” o la relativa al padrastro del Lazarillo de Tormes quien, al comprobar el miedo que infundía a su hijo por ser el negro de la familia, le respondió riendo “¡Hideputa!”. Palabreja, en cuya dicción contundente, se regodeaba. Claro que yo aún no había indagado las características de su generación, entre las que se encontraba ese llamar a fila a las palabras que Camilo José Cela denominaría “tacos” desde su tremendismo literario.

Aquel primer informe que me asignó me dejó un tanto perpleja, máxime conociendo que Los Sueños de Quevedo, le proporcionaban su cita preferida: “Algunos blancos  pudieran ser esclavos”. Se trataba de la conocida polémica recogida en los Poemas de Para un Palacio un Caribe (1874) entre dos poetas de finales del siglo XIX: uno puertorriqueño, José Gualberto Padilla (El Caribe), y el otro español, Manuel del Palacio. Por fin, encontré una edición príncipe en la biblioteca del historiador aguadillano don Herman Reichard y su lectura me hizo sospechar un juego de intenciones: ante la clase, como española, no tendría más remedio que reconocer el comportamiento desagradecido de Manuel del Palacio, quien luego de exiliarse en Puerto Rico, escribió unos sonetos hirientes para los puertorriqueños. Pero la dialéctica histórica recién empezaba, pues no paré hasta conseguir pruebas que desagraviaran la fea conducta del  poeta que satirizaba aquí y allá, por costumbre y estilo, y llegó a pedir excusas en su discurso de ingreso a la Academia. Mi actitud no era defensiva, sino de afirmación;  hasta en la clase de historia resonaban “los genocidas españoles” y alguna vez me imaginé desplegando una bandera blanca.

Carmelo Rodríguez hablaba de Enrique Laguerre con gran respeto hacia su narrativa y, en cuanto a Méndez Ballester, destacaba, junto a su aportación a la dramaturgia del país, el humor filosófico cervantino y la sátira quevedesca que impregnaba su periodismo. No sé si fueron las constantes referencias a Cervantes o a Quevedo, los artículos periodísticos sobre los que nos pedía reacción, entre los que apareció Iris Chacón, una vedette que para los escritores del setenta tenía garra, o aquella lista de temas huérfanos de enfoques investigativos los que iluminaron la elección de mi tema de investigación en su curso de Tesis.

El recinto mítico donde el tiempo quedó abolido: una clase de verano con Carmelo (Literatura Antillana, 1987). Descubrí lo real maravilloso de la negritud cuando mi profesor me encargó informar sobre la novela El reino de este mundo del escritor cubano Alejo Carpentier. Más allá de los mitos griegos que había visto transferir a Luis Rafael Sánchez o a Rosario Ferrré a la realidad puertorriqueña en sus cuentos y obras de teatro, constaté que el hombre-mito Fuencarral, personaje fundamental en el universo creativo de Carmelo Rodríguez Torres, tenía un entronque haitiano, americano y caribeño: Mackandal.

La creación de esta nueva mitología me alejaba de dioses y semidioses tradicionales para acercarme al Olimpo de la negritud donde el sincretismo religioso primaba con sus potentes imágenes liberadoras.   Lo occidental mitificado, como el canto del gallo tres veces o el mito bíblico tomado de Números, los nefilim (los invasores), junto al carácter evocativo de los rituales y bailes de la santería afrocaribeña configuraban una mitología puertorriqueña negra cuyos atisbos ya había descubierto en Veinte siglos…. Esta novela es un río onírico de gran fuerza resultante de las sugerencias, más bien exhortaciones, que emanan del “fondo de  un pasado”, expresión que con ayuda de Thomas Mann puedo concretar así: “Nos encontramos ante una concepción de la vida, según la cual el papel de cada uno consiste en resucitar determinadas formas, determinados esquemas míticos establecidos por los antepasados, y permitir su reencarnación”.

Sin embargo, fue en su libro de cuentos Cinco cuentos negros  donde relatos como Paraíso, La única cara del espejo y Fuencarral me acercaron a los códigos creativos de mi profesor; tanto la conciencia negra que componen colectivamente los personajes de este libro -entre la enajenación y la crisis espiritual-, como la inconsistencia estilística extremada con el ir y venir temporal -con su preferencia por el presente en la conjugación y otras veces por el pasado, con una gran abundancia de imperfectos- me enfrentaron  a una intrincada lectura. Lejos de una línea recta cronológica, me  confrontaba con un entretejido de causas y efectos del racismo como mal social que Jorge Ibáñez interpreta de esta manera: “Esta preferencia por ciertos tiempos refleja también el estado anímico de los personajes narradores y, sobre todo, contrapondrá un estilo descriptivo a un estilo narrativo. En este sentido contrapondrá el estatismo del narrador castrado de Paraíso, contra la vitalidad del narrador fecundo de Fuencarral. Confieso que me costó acostumbrarme a la voz errática del narrador que pasaba sin una transición gramatical lógica, dentro de una misma oración, por la conciencia de varios personajes.

Una digresión de Honey, “alter ego” del escritor ejemplifica lo anterior: “[…] suerte la mía de concebir la realidad dentro de un microcosmos paralelo en el cual voy amarrando los personajes […] No sé,  del estudio para acá está la existencia; de esa puerta para allá el mundo de Beatriz, María y Juan”. Este personaje acomplejado, producto de una sociedad racista, tiene como antípoda a Fuencarral, intermediario entre su divinidad y los humanos; en contacto con sus raíces. Con este último Carmelo iniciaba una re-escritura crítica de algunas de las fuentes principales de la historia de Puerto Rico y el Caribe.

Pero, si llegué a comprenderla en toda su magnitud, fue gracias al empeño que puso en que fuera yo la que informará al grupo de verano sobre El reino de este mundo. Y es que para comprender a Fuencarral debía conocer a Mackandal, el revolucionario que luchaba contra los blancos para liberar y reivindicar a los negros esclavizados de Haití, un ser dotado de poderes sobrenaturales que le permiten metamorfosearse en diferentes animales cuando se encuentra ante las adversidades que se le presentan, entre ellas la de su ejecución. Lo que era un magnífico ejemplo de  lo “real maravilloso” pasó a ser la inspiración del creador de Fuencarral.

Fue un fogonazo para mí descubrir esos raros orígenes y entrar al juego de ajedrez que supuso para mí integrarme en toda aquella euforia de sueños y mitos que poblaban la respiración de la clase pues, si bien me había enfrentado ya el tema de la negritud con la lectura de En cuerpo de camisa de Luis Rafael Sánchez (1966), me adentraba ahora, insisto, en una mitología puertorriqueña negra creada por mi profesor. Y no fue una nota de calificación la que esperaba ganar, más bien esperaba que el profesor me dirigiera palabras justicieras al estilo de Ambrosio en El Quijote: “Por cortesía consentiré que os quedéis con lo que ya habéis tomado”.

Dicen que uno habla mejor de sí mismo mejor cuando habla de otros. A raíz de la publicación de Las ruinas que se dicen mi casa, de su discípulo y amigo Mario Cancel, Carmelo Rodríguez Torres afirmaba que para encontrar las claves de un texto tramposo, atrapado, como aquél, había que: “Quebrantar espacios, destruir tiempos, entender el proceso de injusticia (como en Vieques y la Biblia) y creer en sueños, muchos sueños, diablejos, brujas, aparecidos, destruir falsas columnas de crítica literaria en periódicos dominicales, rescatar los héroes de la patria y tener más sueños”. Claro, Cancel provenía de aquella hornada de estudiantes llena de entusiasmos literarios que surgió en el RUM a finales de los setenta que se había significado por la persistencia de su libertad creadora como investigador, poeta y ensayista. Era notable la complicidad y admiración entre ambos. Tenían mucho en común, en particular el sentido de lucha y reivindicación, por lo que sabía que compartían las claves de su creación, unas veces como iguales; otras como discípulo y maestro. Me sentí afortunada por conocer la materia prima que los presentaba ante mí como una especie de iluminados que no sólo rescataban, sino que recreaban el tiempo con paciencia de orfebre que sabe dar forma al misterio, al olvido, la mentira, la patria  o los límites de la literatura más allá de la realidad creativa.

Para mi profesor, la novela transcendía lo meramente físico para convertirse en un experimento metafísico. En Veinte siglos… está la cosmovisión dolorosa de su mundo, concretada en Vieques y en Puerto Rico; la visión caótica de una isla infeliz signada por un destino adverso. Desde la evocación de sus pueblos, fundados “por obra y gracia de los humildes” a la llegada de los norteamericanos –los nefilim- , todo se presenta con un tremendismo hiperbolizado por los procedimientos del realismo mágico.

El experimento desde luego era propio de un alquimista literario, al menos así me lo parecía, que como buen conocedor de la literatura hispánica y antillana, de la Biblia y toda la tradición cristiana, era capaz no sólo de desintegrar las porquerías sociales que le atribulaban, sino también de luchar contra toda lógica para rehacerlas, revolviendo, rompiendo el hilo del tiempo, contrapunteando tiempo pasado y presente, la historia con la leyenda, a Dios con Changó, el sueño con la realidad o el mito con la verdad científica. De esta forma, según el juicio atinado de Luis Martínez, Carmelo Rodríguez lograba un relato confuso, dislocado que instaba a ser lectores activos – no pasivos, como en las novelas tradicionales- y a colaborar con el autor en el empeño de su creación.

Sin duda, a partir de aquel verano me convertí en ese tipo de lectora que quería descubrir aquel “gran y único diamante negro”, calificativo de Juan Marey. Lo que me impresionó más, dado que mi bagaje cultural obedecía a una narrativa preponderantemente lineal,  fueron sus procedimientos técnicos: la mezcla de puntos de vista de diversos personajes; la confusión entre el relato en tercera persona y las intervenciones del autor omnisciente; el fluir de la conciencia o el monólogo interior de sus personajes en primera persona; la intercalación de episodios de la Biblia, de la historia de Roma o pasajes del Poema del Cid para provocar en la narración un doble plano entre recuerdos, sueños y la realidad física…

Una vez, en el tono sentencioso que le caracterizaba, Rodríguez Torres sostuvo que, después de El Quijote no se había escrito nada nuevo, pues allí estaban presentes todas las técnicas imaginables. Y, efectivamente allí estaba uno de sus mayores veneros. Al que añado la literatura oral del mester de juglaría, que él trasmuta en los rumores de barrio que tanto aportan a la intriga de sus novelas, o el personaje estructurador de El Lazarillo de Tormes quien en su novela Este pueblo…. pasa a ser un adolescente negro que ordena el mundo imaginario de siete relatos independientes relacionados con su entorno familiar con gran ternura cervantina.

En el caos de su visión bíblico-política aprecié el tratamiento de lo sexual como fuerza secreta oculta donde anhelaba trascender de macho a hembra y viceversa desde la oscura soledad de su yo. En algún momento de la clase confesaba que daría algo por sentir el mundo desde el cuerpo de una mujer. Quizá por eso, en  La casa y la llama fiera  lo más importante sea el intento de un escritor masculino (Aldo)  por presentar el mundo y la sicología femenina desde el punto de vista de una mujer (Beatriz). Este personaje, establecía ya en “Paraíso” una feliz analogía cuando mira a su marido en el acto de escribir: “Te observo en esa posición necesaria  para poder entender Las meninas, con una cortina de humo y un aire radiante de la luz del pasillo” y agrega como ve sus manos “asediando como una pluma negra una página blanca”,

La expresión poética de su lenguaje no cuadraba con todo aquello, pero allí estaba contrarrestando el lenguaje procaz propio de la podredumbre y la suciedad,  con el tono bíblico o las imágenes particulares relacionadas con rituales como el de Lalo: “Canta, oh Lalo, la desgracia de esta isla que por haber olvidado el amor a la libertad, se ha sumido en la más hermosa de las injusticias”.  Quizá, para escribir la gesta que él quería contar, pensaba que la poesía no se prestaba para contar la infelicidad de un pueblo, sin embargo su narrativa está plagada de ella. Poco hablaba de su poemario Minutero del tiempo (1965), pero todo el grupo leyó aquellos versos rebeldes, audaces y duros donde liberaba su tortura interior (“Y saldrán los soles rompiéndome las sienes…” p.12), fusionaba su compromiso social (“Pienso en la grandeza y veo la miseria…” p.34) y anticipaba ya, como un compromiso estético, las expresiones bíblicas, surrealistas y barrocas que emplearía en sus novelas y cuentos (“Yo soy una criatura de mis ansias”, p.45).  Gracias a su alma de poeta universal disfrutamos extraordinariamente la poesía modernista, su plasticidad triunfal y su espiritualidad centelleante.

Con Carmelo Rodríguez internalicé la función social del escritor iberoamericano que concretaba Carpentier: “Asir la imagen más justa de su época; mostrar el mundo que le ha tocado vivir, es decir, describir, definir, denunciar; fijar el pasado para que no perezca. Cuando el escritor cumple esta función, sustrayéndose de la anécdota demasiado particular y en vista de las aspiraciones de todo un pueblo el discurso cobra dimensión épica”. En fin, del gran soplo literario de sus clases aprendí que algunos personajes existen más que por su consignación física, por la noción vaga de sus palabras y sus recuerdos y que, a veces, con independencia de su género, eran capaces de iluminar repentinamente al escritor.

Generaciones cruzadas. Andando el tiempo, durante la presentación de la novela Proa  libre sobre mar gruesa (1996) de Enrique Laguerre, tuve la oportunidad de dialogar con este escritor sobre los mitos, su creación y su necesidad. Su personaje central, Miguel Henríquez, un típico hijo del caribe de sangre blanca, negra e indígena, fue un corsario que históricamente existió. Gozaba, en la ficción, de un conocimiento geográfico total de las costas de la Isla, una personalidad polifacética que lo mismo construía barcos que los apresaba de forma que ponía en jaque a los españoles quienes no tuvieron más remedio que otorgar a ese hijo de zapatero negro la Real Efigie. La creación de este personaje-mito que encarnaba una raza negra, inteligente y poderosa frente a la metrópoli, ya en el siglo XVIII, me pareció a mí un motivo suficiente para reconceptualizar la puertorriqueñidad,  situarla en aquel siglo y desplazar al jíbaro blanco del XIX entronizado por los autores de la Generación del 30, como él.

Laguerre, que admiraba mucho a Carmelo Rodríguez y evolucionó conforme a las generaciones que le siguieron a lo largo de su siglo de vida, captó inmediatamente los hilos de correspondencia que intentaba establecer y me dijo: “Nous sommes faîtes de la même étoffe de nos rêves” (“Nosotros estamos hechos de la misma materia de nuestros sueños”). Estaba convencido de que había que leudar la historia con mitos que generaran orgullo por ella. Evidentemente Carmelo Rodríguez sabía que la mitificación del proceso histórico de la isla durante el siglo XX se debía en gran parte a escritores como Laguerre o Francisco Arriví, pienso en Vejigantes (1958), pero difería marcadamente con la posición idealista de los escritores del 30. A él le cuadraba mejor que el pasado idealizado, el presente degradado.

Percepciones autobiográficas: Barrio de Monte Santo y la casa de la hiedra. Guiada por el azar, la intuición o el capricho visité Vieques con mis padres. Mi principal objetivo era conocer el entorno familiar del niño negro que creció sin zapatos hasta llegar a la isla grande y convertirse en escritor burgués. La intención fue colmada de inmediato, pues la mujer a la que le preguntamos cómo llegar a la casa del escritor, era su hermana y la anciana que nos abrió su interior era su madre, una “mujer hecha para que un conjunto de familia en un sueño unido dijera: mamá”. Ambas con el mismo don de gentes del escritor.  Lo de ver con mis propios ojos la presencia de la Marina lastimando el mar y la tierra se resumió en una foto al lado de un militar estadounidense en la caseta de entrada a la base militar que custodiaba y, en cuanto a mi tercer objetivo, llegar hasta la excavación de Luis Chanlatte, se cumplió, pero con gran dolor de mis expectativas que se tuvieron que contentar con un agujero de ciertas proporciones cubierto por un plástico. Entre rumores de olas y en silencio me pregunté, como aquel niño negro: ¿por qué  es que uno siempre tiene que estar ligado a este pedazo de tierra y a ese azul del mar? Aquel recuento de sensaciones sobre “la tierra que se come a sus habitantes” me valió una preciada recompensa de Carmelo Rodríguez: la cabeza de un perro mudo en barro rescatada de las playas del sur por los pescadores viequenses. Aún conservó esta miniatura con reverencial apego fetichista encima de un pedestal de cristal.

En 1982,  ediciones Partenón publicó su segunda novela La casa y la llama fiera. Es verdad que dentro de su estructura encontré de todo: collage, monólogo, epístola…y, también, que un sentido laberíntico me invadió al seguir a tantas almas errantes en la narración. Continuaba el escritor en lo que Zayas Micheli calificó de narrativa barroca, sin embargo yo encontré más coherencia que en su obra anterior y ya mi dificultad como lectora no fue tanta.

Los personajes se daban vida a sí mismos como si el narrador evadiera la caracterización directa. Me solidaricé con Beatriz por su angustia  existencial entre el mundo de maquinillas y libros de Aldo, su esposo, en la carrera de escribir una novela sobre el prejuicio racial en las urbanizaciones burguesas. Me pareció una víctima de las circunstancias en un plano real, pero también el leit motif del cosmos narrativo de la novela. Carmelo Rodríguez, parece que había cumplido aquella aspiración de sentir como mujer no ya por cinco minutos, como alguna vez nos confesó, sino por el tiempo de convivencia entre un matrimonio. Por otro lado, la hija mayor, Aldo y el narrador omnisciente configuraban a Beatriz de otro modo. Entre la interrelación y la autocontemplación, los personajes se iban distorsionando y complicando. Esta apuesta, donde me pareció ver parodiadas ciertas obras universales, como las de Cervantes, y nacionales, como Palés o Hernández Aquino, me encantó. Además, esa manera de hacer trizas la seriedad o la solemnidad occidental mediante la ironía y el humor – alguna vez pensé que Carmelo Rodríguez veía el mundo con las mismas dioptrías que Quevedo-, me afianzaba más en el tema de la que iba a ser mi tesis de maestría.

Para entonces alguna que otra indicación para mi investigación me hizo visitar su casa en Mayagüez cuya fachada distintivamente estaba cubierta por la hiedra –quien sabe si para contener “la llama fiera” que habitaba allí-. Tuve la sensación de que tanto la enredadera como el afro de Carmelo Rodríguez lanzaban al entorno burgués un mensaje de valentía a lo Tolstoi, en el sentido de que el hombre es tanto más él, es tanto más individuo, cuando tiene la fuerza, la fantasía y la inteligencia de transformarse. Aquel escenario real me permitió conectar con la realidad de Aldo, su escritorio-oficina, las paredes forradas de libros… y probar sus dotes de cocinero. Sencillez familiar, cordialidad amistosa, tortilla deliciosa que compartí con su hijo menor, mientras el periodismo humorístico-satírico de Manuel Méndez Ballester iba instalándose en nuestras conversaciones como prueba de fuego para mis aspiraciones literarias. Recuerdo que me  devolvió una mirada incrédula, cuando le comuniqué que el escritor me había convertido en la gestora de la donación de su biblioteca personal, pero admirativa a la vez,  pues sabía que no sería fácil: “No sé si sabes que has hecho lo que Bécquer con su arpa. Has sustraído del olvido el periodismo de Méndez Ballester”.  Quizá por eso un año antes de mi graduación me dedicaba la mayor ambición estética de su novelar con un ingenioso juego de preposiciones que acercaba Vieques a Castilla con liberalidad gramatical: el número 310 de Veinte Siglos…. Pensé: “Si hubiera existido un conflicto, éste sería el armisticio”.

De profesora a escritor. Para 1991 fecha en que se publicó Este pueblo… ya trabajaba yo en la UPR de Aguadilla; había publicado mi tesis y presentado mi libro Medio Siglo de periodismo humorístico satírico en la Interamericana de Aguadilla, donde anteriormente había logrado una sala monográfica para Méndez Ballester. La participación de mi director de tesis me hizo sentir, apreciada, respetada y aceptada en el mundo literario puertorriqueño.  Según él, a la manera de Baltasar Gracián, había dejado el gusto picado, pero no molido en aquel conjunto de ensayos que luego me valieron el primer Premio de Ensayo del Pen Club (1993).

Cuando el Departamento de Español acordó incorporar la novela como libro de texto para las clases introductorias quedaba ya atrás el lenguaje hermético y las laberínticas formas del barroco.  Los procedimientos y la cultura compendiada en esta novela se adaptaban mejor a la capacidad descifradora del lector promedio. Aquel mundo humilde y cotidiano, movido por motivaciones económicas,  se trasformaba en imaginario  gracias a un lenguaje lírico capaz de descongelar palabras de su significado fijo, como el carajo que suelta Purificación para liberarse de una verdad decidida como mito o dogma: “díganle a don Pepe que si quiere mujer que se vaya para el carajo, que si quiere tener mujer que se haga una mujer de esta isla”.

Puse especial empeño en que los estudiantes  apreciaran que los personajes  de Carmelo Rodríguez siempre están frente a la vida, no importa si ésta encarna la destrucción o el caos, ellos se quieren realizar: tienen esperanza. Es más, extendieron su mirada al texto narrativo más lineal de toda su obra, Vieques es más dulce que la sangre (2000). En esta colección de cuentos se describe el descenso de personajes, como Muñoz Marín, al espacio infernal de los tiempos de crisis – portón de la base militar-, de forma que  pudieron valorar lo que es un gesto de redención final o sacrificio simbólico – este personaje pierde su vida por desobedecer las reglas militares de no traspasar. En la recuperación de la virtud de personajes como éste, concluyeron, con ayuda de algunos críticos, que el tiempo simbólico del apocalipsis deviene, en esta obra, en un tiempo utópico donde todo es posible y nuevo

La amistad es como la sangre, decía Quevedo, acude a la herida sin llamarla. Finalizados mis estudios, el entendimiento, la amistad, el disfrute de la literatura en general nos engranó en congresos de literatura,  presentaciones de libros o seminarios. De más está reconocer que mi descubrimiento de la literatura en este lado del Atlántico  fue todo un viaje vivificador y hasta disparatado.

Aprendí del “deber de plenitud” de Carmelo Rodríguez Torres que la literatura es una lucha contra las afrentas de la vida, como escribió Cesare Pavese y, quizá en su caso, un perpetuo y cerrado esfuerzo para no perderse a sí mismo de vista. Su denso diálogo con autores y obras de todos los tiempos, desde la Biblia hasta el siglo XXI; su fecunda convivencia intelectual, en la que insertaba el ámbito familiar y los amigos, me brindó sin saberlo todo un viaje como el que llevó a mis antepasados a cruzar el océano con el sueño de una nueva vida, pues la literatura, y no las leyes, iba a tomar protagonismo decisivo en mi vida desde entonces.


  1. Este pueblo no es un manto de sonrisas. Editorial Cultural, 1991,  primer párrafo, p. 32. En adelante se citará por razones de espacio, como Este pueblo…
  2. Personaje mítico, poderoso y misterioso que crea el escritor  en contraposición  al mundo blanco, extranjerizante, cristiano y occidentalista, pero que también encarna una visión distinta de la negritud frente a todas las cosas que se dicen del negro en Puerto Rico, De ahí que Marie Ramos Rosado en su magnífico ensayo Carmelo Rodríguez Torres y “La realeza mítica de los orígenes”, lo conciba como un “Cristo negro y revolucionario”. La mujer negra en la literatura puertorriqueña, p.109.
  3.  Don Ricardo Alegría, en la entrevista de admisión al Centro de Estudios Avanzados, reparó en mi Licenciatura en  Leyes por la Universidad de Valladolid y me pidió un ensayo donde explicar por qué dirigía mi interés en formalizar estudios puertorriqueños.
  4. “Estoy esperando que don Pepe me dé la mano de blanco para yo darle la mano de negro”, Este pueblo…p. 62.
  5. Cita del Libro de Patronio o Conde Lucanor, de Don Juan Manuel. En Fuencarral . Cinco cuentos negros. The Publisher’s Group. 1ra.  edic.  1976, p. 43.
  6. Preludio a El sapo de oro, en Cinco cuentos negros, p. 54.
  7. Cita tomada de Milan Kundera en Los testamentos traicionados. Barcelona: Tusquets, 1994, p.20.
  8. Ibáñez, p. 97.
  9. “Paraíso”, p. 36
  10. Me viene a la mente un poemario de Mario Cancel, compañero de estudios de maestría, Estos raros orígenes (1910)
  11. En El Quijote, primera parte, capítulos XII, XIII, XIV. Historia de Crisóstomo (respuesta al señor Vivaldo).
  12.  Véase La euforia onírica de los Mitos, p. 201.
  13. Publicada por primera vez en 1971, es considerada por la crítica literaria nacional como una de las primeras en emparentar a la historia literaria puertorriqueña con la estética del “boom” literario latinoamericano de los años sesenta.
  14.  Carmelo Rodríguez Torres, Veinte siglos…, p. 117. 
  15. Como buen agricultor que era, quizá pensaba en las posibilidades de la naturaleza: en Puerto Rico hay dos árboles nativos conocidos como yagrumos: el yagrumo macho y el yagrumo hembra El segundo tiene los sexos separados.   Por lo tanto, es perfectamente correcto hablar de yagrumo hembra- hembra y de yagrumo hembra- macho.
  16. Veinte siglos… edic. 1971. p. 51
  17. “Papel social del  novelista” en Tientos y diferencias, pp. 101-119.
  18. Este personaje aparece en las crónicas de Salvador Brau y en la obra histórica de Aida Caro en la época (1725) que aparece novelada por Laguerre. Posteriormente, el historiador Ángel  López Canto publicó una monografía sobre Miguel Enríquez.
  19. Véase “Una invitación a reconceptualizar  la puertorriqueñidad”. El Cuervo, 19,  pp. 16-24.
  20. En 1977, comenzó las excavaciones del barrio La Hueca en Vieques, donde descubrió los vestigios de una manifestación cultural nunca antes documentada en la isla ni en el resto del Caribe insular, a la que bautizó como la cultura huecoide.
  21. El perro mudo (Canis lupus familiaris) de los Taínos, llamado Josibi o Ateo, dejó de existir muy pronto luego de la llegada de los  españoles.
  22. Publicado por la Editorial Mester (1971), de la que había sido cofundador en 1963, con una tirada de 1000 ejemplares. La dedicatoria: “A Carmen: En el aire, desde el aire y por el aire de Vieques y Castilla. Veinte siglos después.” Mi graduación fue en 1990, siendo rector del Centro de Estudios Avanzados don Ricardo Alegría.
  23. No así el texto iniciador de la literatura viequense, Usmail, de Pedro Juan Soto e incluso su obra más temprana
  24. Lindsey Anne Court & Israel Ruiz Cumba, p.61.
  25. Como el Seminario Manuel Méndez Ballester: Afirmación de las Humanidades en el Panorama Educativo Puertorriqueñor que auspició la Fundación Puertorriqueña de las Humanidades en 1995 y reunió conmigo, como si se tratara de los tres mosqueteros, a Mario Cancel y Carmelo Rodríguez  Torres.

Bibliografía

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