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El otro goce

A Julio y Roberto

Así, extendida en un estrecho diván con su pecho al descubierto y el brazo  levantado, sosteniendo juguetonamente la nuca con su mano coqueta cual Venus de Canova, ella se sabía dueña  de su propia epopeya, que no era sino la misma de tantas y tantas mujeres que, tarde o temprano, ocuparían su sitial predestinado.

Bien dijo algún clásico que la vida concede insospechados compañeros de cama a las mujeres, porque la mirada penetrante de aquellos dos seres que la observaban, aunque obedecía al imperio testicular que emana de todos los varones bien parecidos, reflejaba una secreta obsesión ciertamente refinada. Morosamente detenidos en el cuerpo de ella, sus ojos extasiados, entre insolentes y devotos, parecían despedir rayos de luz fatídicos que presagiaban efectos insospechados para  la fina piel de su dorso.

Rozaban los tres, sin duda, los peligros de la carne bajo aquella luz mortecina, reflejo del ocaso, que sólo se tornaba resplandeciente a cada cambio de posición de su cuerpo semidesnudo.  Era como si el día y la noche se pudieran vivir a la vez y al antojo de cada cual. No lejos de ellos, multitud de personas con signos diversos en el cuerpo esperaban  ansiosas el mismo ritual.

La desinhibición de ella era evidente. Sobre todo, al echar a un lado sus cabellos, ella adquiría una dimensión espacial, de más allá, y estaba tan consciente del efecto que producía en aquellos hombres cada uno de sus movimientos que cualquiera hubiese pensado que imaginativamente contaba el tiempo en su compañía como si se tratara del gotereo angustioso de una clepsidra. Siempre a las órdenes de la pasión del alma, su expresión parecía entrar en un mundo mágico que la arrancaba de la realidad y la catapultaba a un cielo al que ellos querían acceder sin lograrlo, a pesar de atarle los pies, y tocar su yugular de manera alarmante, a pesar de mantenerse, a gusto de ellos, inmóvil. Con aparente indiferencia miraba la luz de aquellos hombres sin rostro como rendida a aquella nada luminosa después de una ardua batalla, mientras se preguntaba, poro a poro de su piel, sobre la rareza de vivir en tal abandono de sí misma.

Tenía en el lado izquierdo una gran marca tatuada, un signo enigmático. Ellos la recorrían con las yemas de sus dedos, ensimismados, como ciegos que descifran un jeroglífico de contenido valioso a fuerza de estudiarlo con un sistema recién inventado o como sordos que esperan escuchar una nota salida de un instrumento musical que no saben tocar plenamente. Deseaban descubrir una regla de juego en el silencio de tres. Disfrutaban del preámbulo, la dilación , el tacto, por eso la embellecían. Unas veces dibujaban estrellas en su piel, otras flores, otras senderos azules. El ritual siempre se hacía a la caída de la tarde durante treinta días seguidos, pues ya se había experimentado por otros sabios que les antecedieron  que la sensación lograda, no importa lo ardiente que fuera, proporcionaba una radiante salud, una larga vida más allá de los límites humanos, capaz de rozar sensaciones divinas inimaginables para el común de los mortales. Ella se dejaba. Regalaba su intimidad y no precisamente para el amor. Mostraba su perfil, su yugular, su cuello blanco y orgulloso; sus hombros, sus brazos tan prometedores, su pecho agresivo y valiente; y el resto del cuerpo semidesnudo e inmóvil, consciente del misterio que encerraba encontrar la clave para prolongar la existencia.

Aquellos seres que escondían su rostro tras un fulgor blanco, completamente hermanados en el misterio y en  la búsqueda, ignoraban tanto cuerpo de amor, su gran figura, para dedicar todo el apasionamiento de su mirada a aquel signo tan atrayente que parecía obedecer a un designio divino. De vez en cuando las miradas de los tres coincidían y con el brillo de sus ojos componían una melodía de paz inaudible. Era un juego, divino y humano a la vez, donde cada cual sabía la parte que le tocaba.

Se parecía aquel tatuaje a las líneas de las palmas de las manos, sólo que una de ellas prevalecía sobre las demás como si quisiera expresar un mandala hacia las moradas más insospechadas e inscribirse para siempre en los dominios del alma. Y, desde ella, apuntando hacia abajo y hacia los lados, signos como agujas en sus claves de mujer, sensibles al simple roce.

Una pátina de grandiosidad y heroísmo la cubría al salir de la recámara. Atrás dejaba el frío de su ausencia,  pero cargaba todo el calor de la vida prometida desde el misterioso relieve de su cuerpo. Por eso, aquella corte pasiva y sumisa que esperaba verla tras largas horas de espera observaba con delectación la majestuosidad con que la abandonaba. Para aquellos seres de alma estremecida era una elegida. No se imaginaban que la sonrisa de esperanza que les regalaba como parte del ceremonial era para ella su mayor victoria.

Aunque muy lejos de sus propias respuestas, ella, sabía cómo hacer que los demás encontraran las suyas. Pero ser camino para otros minaba sus energías, sus ansias, sus sentidos todos.

Un día no regresó más. Sentía con tal intensidad sus propios latidos que no quiso depender de oráculos ni señales. Dejó atrás, toda aquella ceremonia, las interrogantes de aquellos hombres y mujeres apiñados fraternalmente a su alrededor, para buscar sus propias respuestas y descifrar a solas el sentido de la vida, lejos ya de aquella amplia  sala de radioterapia y de las solícitas atenciones de los encargados que, afanados en calcular el perímetro exacto donde aplicar las radiaciones, jamás supieron de la otra dimensión, alucinada pero menos sórdida, donde su paciente les había instalado.