Noches en los jardines de la mudarra

Al comenzar el verano, levanté el vuelo de esa ínsula extraña que es aún Puerto Rico para muchos españoles, hasta posarme, una vez más, en mis parajes de tierra fuerte y tonalidades excitantes; en esos campos rojos y áureos que, al decir de Ortega y Gasset, “ponen los pulsos al galope”. Esta vez, miré con detenimiento ese corazón de Los Torozos que es La Mudarra y, como buena castellana, supe apreciar el valor de un nuevo contraste. No me era ajeno el pasado de la villa, irritante muestra de los usos feudales; tampoco su futuro “claramente vislumbrado”, y nunca mejor dicho, por varias empresas productoras de energía eléctrica. Pero, reconozco que me faltaba algo de su presente. En medio de estas tierras que, según Antonio Ponz, parecen peladas por la desidia, descubrí los jardines de La Mudarra y, en su nocturno interior, el destello de una vida rotunda.

Aparte del Campo Grande y el Poniente, me formaron otros jardines hechos para la poesía como aquel Jardín gris de Manuel Machado: “Jardín sin jardinero,/ viejo jardín,/ jardín sin alma../… Llegando a ti se muere la tristeza… Pero, de nuevo la sorpresa del contraste, porque éste era un jardín con alma, con jardinero y, nada menos, que un jardinero poeta, Godofredo Garabito y Gregorio, autor del poemario esperanzador El aura del ciprés me ha dicho… quien, en un gesto de hospitalidad castellana, me abrió su Casa Grande para conversar largas horas, de forma que pudiera realizar el reportaje que me encargara mi universidad para la revista académica BRISAS .

La dulce conversación adquirió matices insospechados en las noches que me invitó a cenar, junto a otros amigos, en su iluminado y múltiple jardín, conformado armónicamente en sucesión de vistas y variedad de rincones, de ahí el plural del título. No es que esté confundiéndome con Noches en los jardines de España, una de mis piezas favoritas de Manuel de Falla, es que fue inevitable sentir correspondencias con otros paraísos presentidos a través de la música o la literatura.

Debo confesar que, pese a la estratégica iluminación artificial, todo brillaba con luz interior y que, mientras me esforzaba en aprehender el espacio de espacios con pura estética cubista, llegué a concebir algo así como una visión sacramental de la realidad. Cipreses, abetos, encinas, rosales, geranios y begonias eran firmas trascendentales de la mente que ideó su disposición de lugar, volumen y tonalidad. Consideré que descifrar este locus amoenus me podía dispensar de la necesidad de la palabra escrita; incluso que mi reportaje resultaba mediocre ante la emoción profunda que este campesino-poeta, que es Godofredo Garabito, experimentaba por las cosas más sencillas, como descubrir en las hojas caídas un rayo de eternidad o fundirse con los secretos de un ciprés: “La noche es el secreto de un ciprés. / Es el ensueño/ de un ciprés que cabalga las estrellas”.

Ya de regreso, descubro mi predisposición por el encanto de estos jardines antes que por la riqueza artística de su casa-museo. Debe ser que me encuentro todavía cerca del ciprés que vigila La Virgen de los Torozos; que voy caminando por el sendero que conduce al recoleto jardín de la fuente donde, entre arcos y columnas, la blanca estatua de una Vestal refleja el azul de diminutas flores rendidas a sus pies; que contemplo desde allí el espléndido conjunto renacentista de columnas, escudos nobiliarios, estelas de diferentes épocas y paredes amuralladas que suavizan el rosal trepador y la hiedra. Debe ser que en la frescura placentera de aquellas noches que convocaban voces, aromas y colores, atrapé, sin ser ladrona, el reino interior de un poeta.

 

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La Casa Grande en La Mudarra. Valladolid (España)


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